Aquella noche se fueron a la cama con el corazón en la boca. La tertulia terminó, como siempre que estaban en la finca, con historias de terror. El cuento que les relató Eusebia, la cocinera de la casa, consiguió intimidarlos más allá de lo razonable. Y eso que la leyenda de la Llorona ya la habían escuchado otras veces. Lo que les insufló el miedo en esta ocasión fue que los vecinos tenían días diciendo que ella andaba dando vueltas por el pueblo, desesperada, buscando a su hijo. Incluso, algunos afirmaron que, entrada la noche, escucharon sus lamentos, “similares a los maullidos de los gatos en celo”, no hacía mucho. La guinda del pastel la puso la Eusebia cuando les dijo que dejaran atrancadas las puertas y ventanas de sus chalets porque sus niños peligraban.
Así lo hicieron todos, incluso los habitantes del caserón patronal, que ya acostumbrados a convivir con este tipo de historias. En la pequeña casa que albergaba a los López como huéspedes, Josefina no descansó hasta que su marido atrancó la puerta de la entrada con el sofá de la sala. En el cuarto de los niños puso una sartén contra la ventana para que, si pasaba algo, se viniera al suelo y el estruendo los despertara. También le subió el volumen al monitor que intercomunicaba las habitaciones, a manera de precaución. Interprétese si por cansancio, las tres cervezas que se tomó en la reunión o el miedo, se quedó dormida. Pedro, su esposo, también cayó al instante en un sueño profundo.
Tipo una de la mañana, los animales de corral comenzaron a inquietarse. Los perros ladraron frenéticamente y otros animales libres, habitantes de las espesuras selváticas de la costa, manifestaron actividad con gran alboroto. Un aullido gutural, un lamento muy lejano, cortó todos los sonidos de golpe. Tanto, que el propio silencio pesaba como una mochila llena de piedras. No se escuchaba ni siquiera el sonido del arroyo que, vadeando rocas, dejó de arrullar como si se hubiera secado.
Josefina, entre sus sueños, vio a la mujer de luto recorrer los pasillos de las barracas de los jornaleros, rumbo al casco central. La observó caminando entre los cañaverales, sin inmutarse, avanzando frente a las serpientes, ratas, tarántulas y otras alimañas que le salían al paso y que, en lugar de atacarla, se apartaban raudos de su camino. Oyó, en medio del sopor que la embargaba, un llanto ululante, cada vez más distante… Se dirigió rumbo a los chalets de invitados. Cada vez más lejos… Un chillido… “¿Qué es lo que decían de la Llorona?”, se preguntó inquieta en medio de aquella pesadilla. El calor insoportable, un vapor húmedo que apenas la dejaba respirar… Otra vez, un gemido tan… “Ah sí, cuando la Llorona se oye cerca, está lejos y cuando se escucha lejos, está…”, abrió los ojos. El monitor de los niños parpadeaba débilmente. Respiró, “están dormidos”, se dijo. De pronto, con espanto, se percató del silencio absoluto.
Se levantó hacia el cuarto de sus hijos; “Dios mío”, casi no le salió la voz por la boca, “la puerta de la casa está abierta de par en par”. A lo lejos vio la silueta de una mujer de negro adentrarse en los cañaverales. Tomado de la mano izquierda iba Joaquín, su hijo de 3 años y en el brazo derecho, un bulto que podría ser Antonia, su hija de 6 meses. Sintiendo que le escaseaban las fuerzas, fue a la habitación de sus hijos y, al ver que no estaban en sus cunas, se desmayó bajo el dintel. Allí la encontró, minutos después, su marido desvariando. Nunca recuperó la razón. A las dos criaturas las encontraron flotando, tres días después, ahogadas en el embalse de la propiedad.