Los que dejamos atrás la época del colegio recordamos, con añoranza, los casi tres meses de vacaciones que gozábamos cada fin de año. Luego de graduados y ya con la responsabilidad laboral encima, jamás volví a tener vacaciones como aquellas: barrancos, repasos, patinaje, bicicleta, Antigua Guatemala, chamusca, andinismo, monopatín, cine, dormir, el mar, televisión, Verne, Dumas, Montepin, Poe o King (leíamos porque no había redes sociales); fumar a escondidas y otras actividades que, con la edad, se quedaron en el espacio nostálgico de los recuerdos.
Regresar al colegio era emocionante porque allí la vida trascurría de otra manera. Se estrenaban cuadernos, zapatos, uniformes (uno no paraba de crecer), libros de texto y, de alguna forma, el reto de terminar limpio el año era un esfuerzo por el que todos luchábamos. Éramos felices a pesar de las responsabilidades, madrugar, las tareas, algunos maestros odiosos y otra serie de actividades detestables como mecanografía, educación física y, en mi caso, química y matemáticas.
Pero si para algunos el inicio del año era algo excitante, ¿lo era para todos? Me explico. Por mi tipo de trabajo me ha tocado, a lo largo de la vida, relacionarme con jóvenes que han llegado a mis talleres de teatro muy lastimados por distintos hechos acaecidos durante sus años escolares. Son, muchachos y muchachas que, dentro del ámbito “normal,” eran señalados como raros porque sus intereses no giraban en torno a los del común denominador. Y quizás, de todas las características que les definían como personas en su entorno, estaba el ser sensibles a estímulos diferentes matizados desde la creatividad. Algunos eran ya artistas natos con inquietudes reprimidas a golpes de bullying, incluso ejercido por los propios padres. Esto implicaba, si no eran lo suficientemente fuertes, un camino de vejaciones denigrantes, capaz de romper el equilibrio de cualquier personalidad.
Volver al colegio para estos muchachos “diferentes” era enfrentar una horda de bárbaros ignorantes sin ningún tipo de protección. Sin respuestas inmediatas, con dolor, miedo y soledad extremas. Sin que los maestros intervengan con eficacia. Si yo escribiera un libro con las historias que me han relatado a lo largo de las últimas dos décadas, habría progenitores que, quizás, reflexionarían sobre el papel pasivo jugado en el futuro de estas personas lastimadas.
Esta semana tuve la oportunidad de observar a un chico desolado por su regreso al colegio. Lo que no dijo en su casa, por vergüenza, nos lo soltó en confianza en la primera reunión de trabajo. Acoso, golpes físicos, palabras dolorosas, vejámenes de todo tipo (incluidas escupidas en su refacción), son parte de un repertorio que él, y varios de sus compañeros de infortunio, comparten a diario. Si logran hacerse invisibles todo arreglado, sobreviven la jornada. En este caso, y con su consentimiento, ya hay adultos a cargo de detener la acción de los agresores. No puedo dejar de preguntarme si ¿habrá padres que no se percatan que tienen una presencia meramente decorativa en la vida de sus hijos?