De cómo los libros me ayudaron a sobrevivir imagen

Empecé a ver de cerca el tren de la muerte a los seis años. A sentirla y temblar bajo el peso de sus consecuencias. Desde niña, vi cómo los adultos se inmovilizaban ante el dolor.

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En mi familia hubo una racha de años plagados por muertes inesperadas. Casi cada año de media década de los setenta, lo terminamos con un miembro menos en la mesa familiar. No fue asunto ligero.

Empecé a ver de cerca el tren de la muerte a los seis años. A olerla y sentirla y temblar bajo el peso de sus consecuencias. En ese contexto, aprendí a observar a la gente grande cuando se paraliza por el miedo.

En la memoria, veo a mis abuelos maternos como el epicentro de estos acontecimientos. Primero (1975) enterraron a un hijo joven, de treinta y pocos, quien además les heredó la responsabilidad de criar a sus cuatro hijos. La muerte de mi tío fue un accidente en todo el sentido de la palabra. Una avioneta que falló y cambió muchas vidas en pocos minutos. Un año después (1976), vieron a un nieto de diez años morir a causa de otro fatal accidente. La de mi primo fue una muerte que nos sacudió a todos de mil maneras. ¿Cómo explicar que un niño desaparezca cuando su vida apenas empieza? Montaba bicicleta, mi primo. El conductor del camión no lo vio.

Poco más de un año transcurrió hasta que falleció el siguiente miembro de la familia, (1978). Otro accidente. Mis abuelos enterraban a un yerno demasiado joven, nosotras enterrábamos a un padre muy amado. Y aún faltaba.

Menos de dos años habían transcurrido desde que mi papá murió y, de nuevo (1980), mis abuelos enterraron a otro yerno. Dos de sus tres hijas quedaron viudas siendo muy jóvenes.

No exagero. La gran mayoría de sus nietos nos quedamos sin papá antes de cumplir trece años. Vaya si era de susto, éramos tantos y tan pequeños. A pesar de los pesares y de los funerales con sus inevitables consecuencias, cada pequeño hizo lo que pudo para seguir adelante. Algunos la tuvimos más fácil que otros. De alguna manera, a pesar de la orfandad, nuestra infancia nos enseñó a buscar una suerte de extraña alegría para sobrevivir, cada quien a su manera.

A mí me salvó leer. Y lo escribo así, sin temor a que suene a cliché porque no lo es. Es una verdad. La muerte de mi papá fue la tercera que azotó en aquellos años a la familia. Conocíamos el duelo. Pero nada te prepara para que suceda en el núcleo de tu vida de niña.

Ya leía. Libros infantiles de todo tipo, los clásicos aquellos que venían con un cassette narrando el cuento, “El libro de oro de los niños” y dos maravillosas ediciones entradas en años que recuerdo con especial emoción: “Cuentos del país de las nieves” y “Cuentos de Andersen”. Ambos eran herencia de la infancia de mi mamá. Leía y disfrutaba mucho de la lectura. Los libros fueron, son y siempre serán para mí una fascinación.

Recuerdo una tarde larga en la sala de esperas del hospital, en donde agonizaba mi primo. No despertaría del coma, los médicos se daban por vencidos. Los rostros de los adultos fueron una nueva revelación. Vi tanto, tantísimo dolor. Mientras hablaban en quebrado susurro, tomé un libro que llevaba en el bolsón. No recuerdo el nombre pero trataba de un mono que viajaba por todo el mundo. No sé exactamente cómo explicar la sensación. Pero esa historia de un mono con sombrero rojo, amansó el miedo.

La tristeza era de por sí ya muy pesada, el miedo a la muerte era algo nuevo. Los niños no deben morir. Esa tarde, leer me transportó por primera vez a una dimensión que amortiguó el temor. Fue la primera de muchas, hasta el día de hoy.

Muy pronto, llegó la muerte de mi padre. Fue un accidente que desencadenó, además de una tristeza devastadora, una serie de difíciles cambios. Los libros fueron remanso espontáneo ante la densidad de los acontecimientos. En aquel momento no era consciente de por qué me resguardaba en la lectura como más adelante tampoco era consciente de cómo leer fue un recurso para evadir la realidad y, a la vez, un hábito que me reconstruía. Aún me reconstruye. La consciencia sobre la importancia que tuvo la lectura en aquellos momentos llegó muchos años después.

Escribo de los años de las muertes para explicar el contexto en que los libros, gracias a su capacidad de entrar en nuestro imaginario, me sacaban de la oscuridad.

Por alguna extraña razón, recuerdo con mucha agudeza las lecturas que me acompañaron durante los meses, incluso los dos o tres años que sucedieron al fallecimiento de mi papá. “La isla del tesoro”, “Pollyanna”, la inolvidable y completa serie de “Los Siete” de Enyd Blyton, “Corazón” de Edmundo de Amicis, “Las mil y una noches” en una magnífica edición juvenil, “La cabaña del Tío Tom”, “Marianela”, los de Julio Verne, para listar algunos.

Alguien, no recuerdo quién, me regaló una Biblia Juvenil. Mentiría si dijera que me consoló la palabra en su contexto religioso. Lo que me fascinó fue el Antiguo Testamento con sus increíbles relatos y su peculiar simbolismo. El Génesis es una historia épica que devoré como si el tiempo no fuera alcanzar. Imaginen un río que cambia el agua por sangre o un sol que se detiene durante una batalla o dos mujeres convertidas en estatuas de sal. Aquello era para no soltarlo.

Es sorprendente cómo, después de tantos años, evoco las noches de larga lectura y recuerdo con lujo de detalles lo leído. Es como estar ahí. En la habitación que compartía con mi hermana, quien también leía, en mi pijama de florecitas azules, en Sodoma y Gomorra o Egipto o en el desierto. Con Sara y Abraham, con José y sus sueños.

Luego llegó “Mujercitas”. Un libro que me marcó profundamente. Encontré, o quise encontrar, similitudes entre la historia de las hermanas March y la nuestra. Sobre todo, aprendí dos asuntos esenciales: las niñas dejamos de serlo demasiado pronto y leer te viste, inevitablemente, con la piel de los personajes.

No es que los libros produzcan experiencias sobrenaturales ni tengan consecuencias extrasensoriales. Es mucho más sencillo. En aquellos tiempos en los que no tenía edad para entender que la muerte es parte de la vida ni para aceptar que la de mi papá obedecía a un orden superior, como trataban de explicar algunos adultos bien intencionados, leer fue un recurso terapéutico que me colocaba en un sitio de extraña paz. Es simple y a la vez fascinante, la mente deja de dar vueltas a lo que ha sucedido y de forma casi visceral se transporta de historia en historia a otros mundos.

El hábito lector equipa al cerebro con una serie de habilidades muy útiles. El ejercicio de la memoria, la construcción detallada de imágenes, el enriquecimiento del vocabulario, la intimidad con el lenguaje, la ubicación mental en tiempos y espacios y, en el contexto del duelo, la capacidad para salir de nuestro drama personal, dejarlo atrás durante un rato, para entrar en la asombrosa ficción que habita un buen libro.

Cuando estamos vulnerables, la literatura es una aliada que acompaña en silencio. Nuestras emociones dan tregua, abandonan su estado de rebelión y permiten el paso de nuevas sensaciones que despiertan gracias al poder transformador de la lectura. Es un armisticio.

Un libro no borra la tristeza ni proporciona olvido. Lo que hace estupendamente bien es enriquecer nuestro aparato emotivo porque a través de sus personajes, escenarios y argumentos nos muestra que existen otro tipo de emociones, también de realidades. Aunque leer es un acto solitario, con libro en mano, jamás estamos solos.

Era apenas una niña. Sin embargo, fui capaz de reconocer la tristeza causada por la muerte en toda su magnitud. Sin saber exactamente por qué, si leía, al menos durante ese rato, sentía un alivio que hasta la fecha no cambio por nada del mundo. Sobre todo, porque después de tantos años y otros momentos críticos en los que me he aferrado a la fuerza salvadora de la literatura, tengo la absoluta convicción de que los libros son aliados fundamentales para sobrevivir, para seguir adelante.

Al principio las historias que descubría en los libros fueron vía paralela para una cotidianidad rasgada por incertidumbre y silencio. A paso de años y muchas lecturas, mientras fui entendiendo que la vida continúa, que se vuelve a reír y a tener ilusiones, descubrí en las obras literarias otras bondades.

En el umbral de la adolescencia empecé a observar la historia de la humanidad con mucha curiosidad, a comprender que hay desgracias mil veces más devastadoras que la muerte de alguien amado. Anna Frank se encargó, con sus palabras siempre vigentes, de mostrarme tragedias más grandes. 

Su diario fue un rito de iniciación a los duelos colectivos que transforman a la raza humana. La injusticia tomó otra forma en el centro de mis ideas.

Leer, como he escrito en otras columnas, me ha enseñado a llorar el dolor de otros. A veces pienso que la capacidad que tiene la literatura de tender puentes de empatía y compasión, de colocarnos en la piel de los personajes, de la historia, fue la que me ayudó a ver con menos ira las muertes que pusieron a nuestra familia a temblar. 

No es un asunto de aceptación. Los libros no enseñan eso. Lo que colocan frente a los ojos de quien quiera ver, es la diversidad y cantidad de realidades que construyen y destruyen la experiencia humana. Por otro lado, aprendemos a disfrutar de la belleza que un escritor es capaz de crear con su imaginación. Descubrimos un extraordinario placer. El placer de leer. 

La literatura enseña que somos apenas una partícula microscópica con una pequeña historia que se teje dentro de una mayor.

Después de tantos años, tengo la certeza de que la capacidad de mi madre para reinventar la estructura de la familia y la magia que siempre encuentro en los libros, me salvaron de caer sabrá nadie dónde.

Aquellos años nos marcaron para siempre. Los libros que me acompañaron en esos tiempos tristes, también me marcaron. Soy afortunada por eso.

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