Esta es la segunda parte del relato. Puedes leer la primera aquí
-¿Héctor?
Nadie respondió. Entró sigilosamente. El piso olía a húmedo y vacío. En efecto, parecía que no había nadie viviendo allí. Estuvo tentada a darse la vuelta, considerar que había soñado todas aquellas conversaciones y regresar a su piso. Dudó unos instantes. Pero sabía que tenía que continuar.
Caminó por el estrecho pasillo y el crujir del piso comenzó a alarmarla. Abrió despacio la primera puerta. Un baño. Nadie. Abrió la puerta anexa. Una habitación. Vacía. Apenas había una mesa de madera abandonada a su suerte. Comenzó a sentir un sudor frío. Volvió al pasillo y siguió hasta el final, en donde había una sala con un sillón cubierto de plástico para aislarlo del polvo y los insectos que suelen salir de fiesta cuando huelen el abandono. Observó también una mesa de comedor con polvo y una cocina que seguro llevaba años sin utilizarse. Se dirigió hacia la pared en donde reposaba el sillón. Calculó que era esa la pared por la que se comunicaba con Héctor.
Sintió escalofríos. Se acercó a la pared y la palpó. “Toc, toc, toc”. Silencio. Del otro lado de la pared estaba su cama, lo sabía. Pensó que quizás Ángel sí tenía razón y la invadió el pánico. Iba a salir corriendo de allí cuando sus ojos se fijaron en dos objetos. A un costado del sillón estaba su cuaderno rojo en donde escribía sus reflexiones y algunos poemas abierto de par en par. Alguien lo había estado leyendo. Y al lado de este, una copa usada con un par de gotas de vino tinto. Alguien había estado bebiendo. Sintió como los pies se le derretían a medio salón.
Tomó su cuaderno rojo, la copa y salió corriendo de allí.
Ana se encerró en su apartamento. Cerró todas las puertas y las ventanas. Se refugió en su cama intentando encontrarle una explicación a aquello. ¿Con quién había estado hablando todas esas noches? ¿Se trataba de un vagabundo que se refugiaba en aquel piso durante las noches? O quizás… no era un ser humano. ¿Era Héctor una especie de fantasma? ¿Lo había imaginado todo y se estaba volviendo loca?
Unos minutos después recibió otra llamada de Ángel. Era para confirmar lo que ella había visto: un piso vacío. Ángel le dijo que no lo volviera a asustar así. Ana intentó bromear y decir que se estaba volviendo loca, que seguro lo había soñado, culpó a la pandemia y a la cuarentena, se hizo la tonta aunque en el fondo sabía que quizás esa era una posibilidad.
Esa noche, Ana no pudo dormir. Ni la siguiente. Cuando lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas. A veces soñaba que observaba a una figura leyendo su cuaderno rojo y pasando las páginas, con una delicadeza absoluta. Otra veces, soñaba con la misma figura, pero que rompía las páginas de su cuaderno, con una brutalidad espantosa. Siempre despertaba aterrorizada. La octava noche, mientras contemplaba el techo recostada en su cama, estuvo tentada a tocar la pared. ¿Así había comenzado todo no? Con un “toc, toc, toc” de ella. ¿Y si así terminaría todo? ¿Con otro “toc, toc, toc” para dar por finalizada la amistad con Héctor? Convencida, empuñó la mano, dispuesta a tocar la pared hasta que un sonido le erizó la piel.
“Toc, toc, toc”. Llamaban a su puerta. Se levantó de inmediato y caminó hacia la puerta de su piso. “Toc, toc, toc”. El llamado era insistente. ¿Quién sería? Eran las 11:45, extraña hora para visitas. Además, estaban en cuarentena, nadie se visitaba. ¿Sería Héctor? Sintió como sus piernas flaqueaban ante la posibilidad. Quizás sí. ¿Quién más? “Toc, toc, toc”. ¿Abría? “Toc, toc, toc”.
Respiró profundo y quitó el seguro. Del otro lado de la puerta, estaba su vecina, la señora que vivía en el piso 6. Suspiró, no sabía si aliviada o más confundida aún. La señora tenía una cara de preocupación que les hizo ignorar la cuarentena.
-¿Está bien? Pase adelante, doña Celia.
-Sé que no son horas ni tiempos de visita, Ana, pero tengo que contarte algo que me tiene un tanto preocupada.
-Pase por favor.
Doña Celia entró al piso de Ana y se sentó en una de las sillas del diminuto comedor. La anfitriona le ofreció de todo pero ella negó. No quería quedarse más tiempo por la cuarentena. Esperó a que Ana se sentara.
-Dígame, ¿en qué la puedo ayudar?
-Dicen…dicen que has estado hablando con un supuesto vecino que vive en el 4… -dijo la señora sin desviar su mirada de los ojos desvelados de Ana.
-¿Le ha contado Ángel?
-Me llamó para decirme que, aunque el portero recorrió el piso y se aseguró de que, en efecto, no había nadie viviendo allí, estaba preocupado por ti. Me pidió que te llamara, dado que supuestamente no podemos visitarnos, para asegurarme que estás bien. Pero bueno, como te habrás dado cuenta no lo he hecho y te pido perdón…
-Nada de qué preocuparse, doña Celia. Verá, seguro lo soñé. Mis sueños suelen ser muy realistas y por eso me he confundido. Ya sabe usted que esto de la cuarentena nos vuelve un poco locos -dijo fingiendo una sonrisa que ni la vecina se creyó.
-Eso de los sueños es mentira, Ana. Mírate. Se te nota que llevas días sin dormir. No estás bien. Y yo he sido una cobarde porque debía haber venido aquí antes…
-Doña Celia, le prometo que…
-Debí haber venido antes… -la interrumpió la vecina-…pero no lo hice porque también estaba un poco asustada.
-¿Asustada? ¿De lo que le he contado a Ángel?
-No sé cómo más decirte esto, Ana. Yo estuve casada hace muchos años. Éramos muy jóvenes. Él murió unos años después y me quedé sola, sin hijos ni familia, porque como podrás comprobar por mi acento, yo soy de Cádiz y toda mi familia está allí. Pero bueno, es que me he enamorado de Madrid y ni la soledad fue capaz de sacarme de esta bella ciudad. Pues bien, te cuento esto porque mi esposo se llamaba Héctor.
El tiempo se detuvo. Ana no sabía qué decir. Doña Celia juntó sus manos en señal de plegaria y la vio con mucha ternura, como quien está a punto de pedir un favor y necesita convencer.
-A lo mejor tú has estado hablando con mi queridísimo Héctor, Ana. ¿Podrías contarme qué te ha dicho? ¿Está bien? ¿Crees que le puedas decir que me visite a mí? Dile que estoy en el 6, en el piso de siempre. Dile que extraño nuestras pláticas en torno a una buena copa de vino tinto y que extraño sus historias. Anda Ana, ¿me harías ese favor?
Ana se limitó a asentir con la cabeza. Doña Celia se levantó de su silla y se retiró del piso, dejando a Ana sentada allí, pasmada.
Eran las 4 de la madrugada y Ana no podía dormir. Daba vueltas en la cama y la desesperación volvió a despertar aquel sentimiento que había tenido unas horas antes, cuando la había interrumpido la vecina del 6 para contarle que el “vecino” con el que ella había estado hablando era su esposo fallecido. Cerró los ojos. No podía creerlo. O al menos tenía que comprobarlo. Empuñó su mano y tocó la pared. “Toc, toc, toc”. Silencio. Insistió. “Toc, toc, toc”. Y entonces escuchó.
-Buenas noches, Ana. ¿Conversamos? -dijo la voz de Héctor.
-¿Es Ana? -le preguntó otra voz a Héctor.
Ana permaneció inmóvil, con la oreja pegada a la pared. Cuando escuchó otra voz distinta a la de Héctor, reconoció un acento familiar. La otra voz provenía de la misma habitación, del piso 4.
-Tranquila Ana, ahora me acompaña Celia -dijo Héctor con calma.
Ana percibió un toque de alegría en la voz de Héctor y antes de poder decir algo, cayó en un sueño profundo.
Al día siguiente, el portero llamó a su puerta muy temprano. Cuando Ana abrió, notó que el señor tenía la mirada triste y una mascarilla en el rostro.
–Doña Celia, del piso 6, ha muerto. Al parecer fue el maldito coronavirus. Esta pandemia, si no nos mata, nos volverá locos. ¿El cuerpo? Se lo han llevado ya. Lo siento mucho, señorita. Solo pasaba a avisarle. ¡Ah! Y por cierto, creo que este cuaderno rojo es suyo. Lo encontré ahora, en el pasillo. Tenga. No que va, nada que agradecer. En fin, feliz día.