Trae una tristeza vieja sobre el rostro. La costumbre de un gesto de dolor. El hombre del bastón camina con demasiada dificultad. No. No camina, repta, se arrastra. Una sola pierna responde. El hombre del bastón y tristeza vieja cruza la calle en la cebra desdibujada. El semáforo está en rojo, a medias, la flecha que da vía a la derecha se ha iluminado de verde.
El hombre del bastón y tristeza vieja hace un esfuerzo de titán para recorrer la cebra desdibujada. Ojos de dolor. Cuerpo de dolor. Pie derecho avanza certero, pie izquierdo repta arrastrando su sufrimiento, gastando su dignidad. Movimiento lento.
Yo aguardo, buen hombre, lo que tome tu doloroso desplazamiento.
Es un pensamiento. No lo escucha.
Auto de atrás lanza un bocinazo escandaloso, cae en mi nuca como si fuera pelota de plástico. Respingo de susto. Quien le sigue lanza otro pelotazo de bocina. Lo secundan otro y otro y otro. Una estampida de balones bocina va rodando sobre esta calle. Ninguno vuelve a sorprenderme con su violencia sonora, no dan en su blanco.
El rostro de vieja tristeza del hombre del bastón se crispa, él sí está asustado. Debo bajar el vidrio, decirle que se tome el tiempo que el cuerpo lastimado le pida, debo decirle que yo lo espero, que sienta tranquilidad, que tiene derecho de moverse de una acera a la otra y nosotros la obligación –moral, ciudadana, humana—de esperar.
No lo hago. Apenas le sonrío, no sé si me ve. No me muevo, no acelero, no tengo intención de continuar hasta que cruce. Espero que se sepa aguardado. Quiero pensar que los peloteros desesperados no saben el porqué de mi pausa, que no vieron al hombre del bastón, que no sintieron su tristeza vieja. Necesito pensar que fue así porque de lo contrario mis camaradas en el tránsito han perdido la capacidad de sentir compasión.
Pero el hombre del bastón y tristeza vieja no siente qué sentimos, no se sabe amparado en la solidaridad. Y si no siente qué sentimos es porque pocos sentimos algo consciente al ver a personas como él. Hemos aprendido a no permitir que la tristeza vieja, ajena, nos transforme el ánimo y la intención del momento.
Recibe nada, el hombre del bastón y tristeza vieja. Apenas una sonrisa y una estampida de cien bocinas. Somos cobardes, cuando vamos al volante.
Lo que se perdió
Guardo una vaga memoria. Yo era muy pequeña y no sé si fue mi madre o mi tía. Lo cierto es que sosteniendo mi manita con la suya, usó la otra para detener el tráfico. Ayudaba a una señora mayor a cruzar la calle. Fue en el centro. Eran tiempos en los que no daba miedo ir al centro de la ciudad. Ayudar era lo que correspondía –sigue siéndolo—pero la violencia urbana, los asaltos de calle y esquina nos han re-programado, un verdadero problema para el desarrollo.
No me da miedo ir al Centro, al contrario. Vuelvo feliz a una sensación añeja. Pero esa es otra historia. Una hermosa historia de encuentro y reencuentro, de identidad.
La nota de hoy habla de lo que perdimos como colectivo ciudadano.
En esta campaña electoral, tan apática y turbulenta a la vez, tan contradictoria y tropezada, no he escuchado nada respecto a las personas discapacitadas.
Entiendo que en la agenda hay asuntos más importantes. La lucha contra la corrupción, ponernos al día con el tema de infraestructura, la seguridad, educación, salud, etc.
Si lo pensamos bien, todos y cada uno de los temas anteriores están relacionados o afectan de alguna manera el cuidado de los menos privilegiados. Desde el adulto mayor, hasta los discapacitados. Pasando por la niñez, las niñas en situación de vulnerabilidad especialmente, y las madres abandonadas.
Cada esquina de esta ciudad y del país cuenta historias como la del señor del semáforo, de bastón y tristeza vieja. Es real. Sucedió en el cruce de la 20 calle y 14 avenida de la zona 10.
Sentí compasión pero me venció el miedo. Y al escribir esta nota me invade la vergüenza.
Aquella escena de mi niñez en la que mi tía −o mi mamá− fue valiente, debería ser la cotidiana. Los automovilistas simplemente debemos detenernos para que los peatones crucen. Las cebras deben estar bien señalizadas, la ética urbana presente en cada ciudadano, la empatía no debiera ser negociable. Si una persona necesita más tiempo, ayuda, una mano… o dos, debiera recibirlos, siempre.
Se perdió mucho, hace falta tanto.