Diez de la noche. Centro de Madrid, 27 de octubre. Cenaba con varios amigos en un minúsculo restaurante cuando una persona se me acercó. Me reconoció por mi acento, pero, sobre todo, por el tema que estaba tratando en ese momento. Intentaba explicarles a mis acompañantes madrileños qué era el famoso fiambre guatemalteco, por qué solo lo comíamos en noviembre, cuál era el sentido de este platillo y por qué era mi comida favorita.
–Pero, de todos modos, muchá, este año no comeré fiambre. Ha sido imposible encontrar un lugar donde lo preparen aquí en España…
La guatemalteca llegó al rescate. Al parecer, alguien le había contado que había una persona en Madrid que preparaba fiambres para los guatemaltecos desamparados que, lejos de casa, añorábamos una de las tradiciones más sabrosas, familiares y ricas de nuestro país. Pasar el 1 de noviembre fuera no es fácil, al menos no lo es si te gusta el fiambre tanto como a mí. Me pareció demasiado bueno para ser cierto, pero decidí creerle. No me dio más detalles.
-Búscala en Facebook, pero no sé cómo se llama.
Esa noche regresé a casa y, para mi sorpresa, en Facebook había un grupo de guatemaltecos que vivimos en España. Comencé a buscar en el newsfeed de la página hasta que encontré dos anuncios sobre el fiambre. Se me iluminaron los ojos. Tronó mi estómago. Escribí a los dos perfiles y me dormí soñando con ese caldillo rojo y la perfecta combinación de verduras, embutidos, quesos, vinagre…
Ocho de la mañana. Norte de Madrid, 28 de octubre. Vibra mi celular. Recibí dos malas noticias. El fiambre estaba agotado. Habían hecho poco y ya lo habían vendido todo. La negociación siguió, incluso me ofrecí a pagar más de la cuenta por ese platillo que me transportaría a mi país por una fracción de segundo. Pero no hubo éxito. El fiambre, hasta este punto, era imposible. Había regresado al conformismo de aquella noche en el restaurante: este año, no comeré fiambre.
Tres de la tarde. Sur de Madrid, 30 de octubre. Un mensaje en Facebook interrumpe la jornada. “Mire pues, le paso este contacto que dicen que hace fiambre. Suerte”. El mensaje contiene un número telefónico. Como si se tratara de la pista clave para resolver un gran misterio, llamo. No contestan. Vuelvo a llamar. “¿Aló?” Jocelyn es una guatemalteca que vive desde hace varios años en Madrid. Aparte de su trabajo, se dedica a preparar comida típica guatemalteca para los nostálgicos como yo. Hace tamales, rellenitos, chuchitos y, por supuesto, fiambre. Me explica, al otro lado del teléfono y con un acento muy chapín, que sus fiambres son los mejores y que, si quiero uno, le tengo que confirmar en ese momento porque está a punto de terminar de hacer el caldillo. El “sí” me sale sin pensarlo. Está hecho. Debo recoger mi platillo de fiambre el viernes 1 de noviembre en algún lugar de la Plaza de Castilla, a las dos de la tarde.
Una de la tarde, Sur de Madrid, 1 de noviembre. El punto de encuentro me queda muy lejos, pero todo sea por el fiambre. Salgo corriendo y llego al metro más cercano. Las paradas parecieran eternas. El antojo y la ansiedad no ayudan. Jocelyn me escribe que ya está allí, con mi fiambre. Pasan quince minutos y le pido que me espere. Llego al lugar y no hay nadie. Ni Jocelyn, ni mi fiambre. ¿Estaré confundido? ¿Llegué al punto equivocado? ¿Todo esto fue una broma? Recorro la plaza por diez minutos y no hay señal de Jocelyn. Tampoco contesta su celular. Algunos turistas en la plaza me miran extraño. Comienzo a pensar que quizás no habrá fiambre y tendré que almorzarme alguna bocata de jamón serrano. Pero entonces, escucho ese auténtico llamado chapín. “Shhhht”. Me doy la vuelta. Es Jocelyn con su familia. La escena no podría ser más perfecta. Allí, a un costado de la Plaza de Castilla, con el viento del otoño, la vendedora de fiambres me saluda y yo le doy un fuerte abrazo. Platicamos unos minutos y me cuenta su historia, desde que llegó a España con su madre hasta el fiambre que tiene en sus manos. Me lo entrega y, como buena vendedora, me repite que ella prepara cualquier tipo de comida, para todos los gustos y todas las épocas. Nos despedimos y ella se va con algunos euros y yo sintiéndome millonario con ese tesoro que se llama fiambre.
La historia termina aquí. Me comí mi platillo de fiambre en una plaza de Madrid. Comí sin parar hasta que no quedó ni una aceituna, ningún jamón y nada de caldillo. ¿Qué sería del 1 de noviembre sin fiambre? Para mi suerte, no sé responder a esa pregunta.
Reflexión fiambrera
Para definir el fiambre, no es necesario recurrir a un diccionario. Las definiciones textuales le quitan toda la magia al platillo más sabroso del mundo. Definir el fiambre de esta forma: “Su origen etimológico deriva del latín y es la suma del adjetivo frigidus, que es sinónimo de frío y del sufijo hambre. Es un plato ceremonial típico guatemalteco que se prepara exclusivamente para el Día de Todos Los Santos”; es todo, menos mágico. Pierde el verdadero concepto de este platillo, que escapa de lo técnico hacia lo abstracto, de la razón a la emoción.
El fiambre es mucho más que un platillo ceremonial elaborado con todo tipo de carnes y quesos, encurtido de verduras, alcaparras, maíz, huevos y aceitunas. Es mucho más que solo sabores.
El fiambre es familia. Es la excusa perfecta para reunir a todos los seres queridos en una mesa y recordar en conjunto a quienes no están. Es un tesoro generacional que, en forma de receta, transmite amor y unidad.
El fiambre es esfuerzo y trabajo. Se hace con las manos y el cariño está en cada uno de los pasos que toma prepararlo; desde la elección de los ingredientes, la preparación en familia, la decoración de los platillos y el almuerzo del 1 de noviembre.
El fiambre es un secreto familiar a voces, tan único que no hay dos fiambres iguales; cada familia tiene el suyo y lo prepara de una manera peculiar con tradiciones, medidas y normas inventadas que solo funcionan si se aplican a su platillo. Pero el fiambre no es celoso. Aunque sea único, se suele compartir entre amigos y degustar distintos platillos es parte de la tradición.
El fiambre no discrimina. Es blanco, rojo, mixto, verde. Hay para todos los gustos, porque es para todos. Es la analogía perfecta de un país tan diverso en el que cabemos todos, sin importar nuestras creencias, ideologías, preferencias, orígenes y metas. Es Guatemala en cada una de sus letras, en cada uno de sus paisanos.