La temporada ya iba bien adentro y, por el flujo de público, seguramente se iba a extender un par de meses más. Aquella era una obra difícil, escrita en verso durante la primera mitad del siglo XIX y, como aporte contemporáneo, musicalizada en alguna de sus partes por Carlos Estrada. Lo que era un trabajo de búsqueda, redundó en un poco usual éxito de taquilla. Zorrilla, Estrada y la compañía de teatro habían inventado el agua azucarada.
Cuando Leonardo entró al camerino se sorprendió de encontrar a Erwin Rolando, frente a su espejo, ya vestido y maquillado. El peque, como le decían, siempre era el último en llegar y esto causaba mucho malestar en el grupo y, especialmente, en el director. No importaba que ya fuera maquillado y vestido. Nunca estaba a tiempo para las pruebas de micrófonos, calentar la voz y los otros rituales que precedían a cada función.
“Y vos, ¿te caíste de la cama?” Le dijo con sorna Leonardo. El peque lo volteó a ver con una media sonrisa, muy característica en él, y de nuevo se contempló ausente en el espejo. Leonardo es de esos artistas que ha desarrollado cierto callo en el trato para con sus compañeros. Los años trascurridos de una obra a otra, los diferentes elencos y las diversas personalidades irresponsables de algunos actores, le hacían emerger sentimientos hostiles por considerarlos como cánceres para las compañías. El peque, que era un extraordinario actor y por eso abusaba, no era puntual en los ensayos e incluso, faltaba a más de alguno con excusas tontas, cosa que molestó desde el principio especialmente a Leonardo.
Se sentó en su sitio, al otro lado de la sala, y comenzó a colocar el maquillaje, la utilería básica y luego, se levantó para sacar del clóset su vestuario. “Esto ya huele a hombre del medievo” pensó, pero no dijo nada. Siempre evitaba hablar con Erwin Rolando ya que, en cierto modo, le tenía un poco de envidia por lo fácil que se le daban los papeles. Sin embargo, no pudo evitar mirar de soslayo y preguntar “¿Estás bien? Creo que usaste la base equivocada; te ves puro Gasparín”. Sus ojos se cruzaron unos segundos, lo suficiente para alarmar a Leonardo. “Este viene drogado o está enfermo y seguro la va a canturrear”, se dijo regresando un poco a su lugar.
“¿Sabés?”, dijo por fin el peque, “creo que mi rol te quedaría muy bien a vos…”, se levantó de la silla y se fue al baño. Quince minutos después empezó a llegar el resto del elenco y luego de un rato, el director mandó a llamar a todos los actores y técnicos, les pidió que hicieran un círculo, se tomaran de las manos y les dijo: “Se que este tipo de noticias no se dan antes de una función, pero es preciso tomar algunas decisiones. Leonardo a partir de hoy representarás a Don Rodrigo”. “Eso es lo que tenía el peque”, pensó con júbilo, “lo despidieron de la obra”. “Tu personaje lo tomaré yo”, continuó el director, “mientras ensayamos a Fernando Mencos que tomará tu papel la semana entrante, ya me están buscando algo que ponerme”. Luego de una incomoda pausa añadió: “El peque tuvo un accidente cuando venía para acá y perdió la vida de forma trágica. Murió con su vestuario puesto”.
Leonardo sintió que el aire escapaba de su cuerpo, se le doblaron las rodillas aterrizando de bruces. “Pero”, dijo con desconcierto, “yo he estado hablando con él en el camerino y hace unos momentos se fue a encerrar al baño”. Varios actores fueron corriendo a la estancia y la encontraron completamente vacía. Sobre la mesa del peque encontraron, pulcramente doblado, el ensangrentado vestuario de Erwin Rolando. Aquella sería, como se le llama en el teatro, una función de brujas.