Caras vemos, corazones no sabemos. Por Guillermo Monsanto
Todos podemos vivir, en lo cotidiano, historias de terror. Lorena llegó al matrimonio, a los 19 años, convencida de dos cosas. Una, que el amor todo lo puede. La otra, que estaría casada hasta el fin de los tiempos, cuando la muerte los separara. Preparada para ser una ama de casa, estaba. No solo era una buena administradora, sino que también sabía todo lo que se valoraba en una mujer de su tiempo. Era diferente a sus hermanas. Ella, la menor, tenía la urgencia de tener su propio hogar para convertirse en una mujer independiente.
El esposo que eligió, su novio desde que tenía 13 años, no era ni bueno ni malo. Su madre decía que “le faltaba color” y no se refería a su tez. Su padre, respetuoso del deseo de sus hijas, guardó silencio. Ganas de objetar, no le faltaron.
Como todo matrimonio emergente, se trasladaron a una casita de alquiler, que más adelante adquirirían con algún esfuerzo. Allí, en un ejercicio solitario, a la sombra de su marido y sin darse cuenta, construyó Lorena su nido. En aquellas cuatro paredes, fue la amante y servidumbre voluntaria de su casa. Estuvo tan ocupada que no tuvo tiempo de preguntarse si, en realidad, era feliz. Y menos, si era apreciada o no.
Diecisiete años pasaron en un suspiro. Lorena no se dio cuenta que, a sus 36, estaba llegando en la frontera de ser abuela. Aunque el hecho se dio apenas dos años después, no vivió lo suficiente para ver a su primer nieto. Su efímera vida la construyó entre el devoto servicio a su familia y la administración de la casa. Hogar que contenía su esencia femenina y su hálito en cada uno de los detalles que la componían. Domicilio, lo entendió de golpe el día que regresó del doctor, que era una prisión y no el palacio en que creyó vivir.
Cómo no era una mujer de dramas, esperó un momento propicio para compartirlo con su marido y luego, juntos, con sus hijos. Marcos, como lo había estado haciendo las últimas semanas, no llegó a cenar por cuestiones relacionadas al trabajo. Decidió caminar hasta la oficina y platicar allí, era lo mejor. Lo encontró en los brazos de una chica no mayor de 25 años. No dijo nada, dio la vuelta, regresó a la casa, reunió a sus hijos y les contó su situación médica. Ellos le comunicaron a su padre la enfermedad de Lorena y él les reveló, en ese momento, que amaba a otra mujer.
Tres semanas después Lorena yacía desahuciada en la habitación de Julián, su hijo mayor. Un par de días más adelante, su padre llevó a vivir a su amante a la casa y la ubicó en la recámara principal. Mientras Lorena agonizaba a dos puertas de su alcoba, él se dejó llevar por los desenfrenados encantos de su nuevo amor. Las veces que entró a verla fue para preguntarle si ya se iba a morir. A lo que ella respondía, “creo que ya estoy muerta”.
Un mes después de enterrada Lorena, los niños, excepto uno, decidieron ir a vivir a la casa de sus abuelos maternos. El que se quedó, fue echado a la calle, junto con su padre, al poco tiempo. En un arrebato amoroso, para proteger a su nueva mujer de los “ambiciosos intereses de sus hijos”, decidió poner todo a su nombre y así, lo perdió todo él también. Murió de un infarto, 7 meses después de la muerte de Lorena, luego de vivir solo, por algunas semanas, en un hotel de mala muerte en la zona 1. Su descendencia, con la educación recibida por Lorena y el apoyo de los abuelos, logró salir adelante.
Este relato se basa, aunque sea en su mayoría una ficción, en una historia verdadera.