Es mediodía de domingo, corren tiempos de encerramiento. Aprovechamos la cadencia del día para celebrar una reunión de videollamada colectiva en familia. En recuadros minúsculos asoman mi mamá, mis hermanas aglomeradas con sus hijos, mis hijos cada uno desde su umbral, y yo. Además de ser un ejercicio para aprender a no hablar todos al mismo tiempo, algo que no logramos aprender en todos los años que llevamos vivos, es una forma para engañar al momento, para simular un almuerzo de miércoles en casa de mi madre. Faltan la sopa y las tortillas con queso derretido. Esas tendrán que esperar.
Mi madre se pone hermosa para las videollamadas, sus ojos y labios coloreados con esmero son un cariñito delicioso. Pienso que yo, en cambio, tendré que aprender de nuevo el rito de componer los desvíos del rostro. Después de este tiempo, seguramente no será el mismo.
Localizo el icono de mi participación en la conferencia colectiva. Apenas reconozco lo que veo, pero lo siento en cada poro, vaya si no. Me veo vieja y cansada, mi angustia tan presente como ausente el maquillaje. En respetuoso silencio, espero mi turno. Madre ha pedido que cada uno comparta sus experiencias durante el aislamiento. Después de una cascada de argumentos adolescentes, luego de escuchar a mi mamá desde su perspectiva de abuela, después de ver cómo mi hermana se rebana un pedazo de dedo con una mandolina por estar preparando verduras al mismo tiempo de la conversación —no exagero— respiro. Pasados unos segundos, me sincero. Hago un esfuerzo por no quebrar las palabras cuando hablo. Cuento que estoy angustiada a pesar de que sigo trabajando y muy ocupada. O, tal vez es por eso que siento angustia, pero eso no lo digo. Veo al país en un estado de confusión ambivalente entre la zozobra económica y la lucha por mantener a raya al virus. Eso tampoco lo digo. Antes de continuar con los escenarios que brotan en la parte más oscura de mi mente, las palabras terminan por quebrarse, como si supieran que la videollamada no es momento para llevárselas de Nostradamus. Espero que mi gente amada no vea cómo mis ojos se llenan de agua, sobre todo no quiero que lo noten los pequeños y mis hijos que ya no son tan pequeños, pero que me regañan si lloro. En todo caso, un domingo no es apropiado para repartir temores gratis. Ningún día lo es. Y, aunque filtro lo que siento, creo que más de alguno lo nota. Pero todos nos hacemos los locos, sabemos que es lo que toca. Lo hacemos bien.
He recibido latigazos sutiles respecto a mi falta de fuerza, por supuesto no sucede en videollamadas con seudónimo fiestero. Ese es un espacio inmaculado blindado por la resistencia del amor y purificado por la frescura de los jóvenes. Ha sido en otros espacios, en otras conversaciones. Pienso que no estoy sola en esta sensación.
No me falta la fuerza, lo que me falta, a ratos, es algo mucho más profundo, más grande, más poderoso. Muy a menudo lo busco porque en estados de conciencia normales suelo poseerlo en grandes dosis. Resulta que el optimismo, ese abstracto, la mirada limpia al futuro, es producto de la coincidencia de otros factores. Hoy me faltan todos.
Aprenderemos a perder, de eso estoy segura. También aprenderemos a sobrevivir a pesar y después de las pérdidas.
Lo primero que se hizo perdidizo fue la libertad de locomoción. El siglo XXI se ha caracterizado por una apertura de fronteras más o menos relajada. Hasta hace apenas unas semanas, podíamos viajar a casi cualquier destino del mundo. Hasta los planes de financiamiento para el arte de la travesía son realidades del mercado. Eran, en todo caso. Ojalá vuelvan a serlo.
Perdimos la capacidad de planificar el año, las vacaciones, el ahorro. Perdimos certezas hasta hace pocas semanas inamovibles. La forma de comprar, por ejemplo. La forma de vender, otro ejemplo. La libertad de reunirnos con quienes queremos, cuando y donde nos apetece. La celebración de la amistad con abrazos y presencia y conversaciones dando vueltas alrededor de interminables tazas de café, está en pausa. Suspendido en el tiempo queda todo intento de cercanía física, hasta nueva orden.
Quiero pensar que este aprendizaje, la nueva certeza de que casi nada es realmente certero, será una ganancia.
La vulnerabilidad de nuestra naturaleza se pone en evidencia en estos momentos. También la inmensa capacidad de adaptación. La videollamada familiar es una muestra pequeña, pero clara de esa capacidad.
En estos momentos, ante la necesidad visceral de conexión, el recurso tecnológico es una mentirita blanca, un simulacro con miras a un rato de familia, una pausa chiquita dentro de esta inmensa pausa en la que el mundo aguarda.
Utilizar la tecnología para simular un almuerzo de miércoles en casa de mi madre es una forma entre muchas de inventar esperanza. Me han dado una lección, los miembros de mi clan. Para la próxima reunión, pondré color en mis labios y soltaré mi cabello. Procuraré sentir que estoy en casa de mi mamá, que mis sobrinas entran uniformadas y me atrapan con abrazos olorosos a splash de vainilla, que me besan con dulzura de niñas. Haré de caso que los chicos también entran en el comedor dejando gallitos flotando en el aire cuando la voz los traiciona, que me saludan con su amor adolescente. Imaginaré que estamos presentes todos los ausentes.
Faltarán la sopa y las tortillas con queso derretido. Ellas tendrán que esperar.