No era su intención convertirse en motoladrón. “Eso no se elige, se exige”, dice convencido, medio poeta. Fue por una enfermedad, la de su hijo. Había que pagar por medicinas en el hospital y en ningún lado le ofrecían trabajo. Una motocicleta que estaba pagando por cuotas y un cuchillo de cocina le sirvieron para empezar.
En un solo día logró juntar para la urgencia del hospital y el pago atrasado de la moto. Después fueron los útiles, más adelante la comida, hasta que se convirtió en hábito diario.
“Hasta me daba tiempo de llegar temprano para cenar con mi familia”, indica, mostrándose un poco culpable. ¿Mataste a alguien alguna vez?, le pregunto. “¿Matar? Eso no sé, yo solo sé que una vez disparé mi arma. Si se murió, quién sabe, pero en todo caso eso no es mi culpa. Si el hospital me diera las medicinas que necesito, esto no hubiera pasado”, contesta. El arma la consiguió para que fuera más fácil la tarea. “Aunque en realidad, uno no necesita nada. Van tan asustados en sus carros que solo con pararse al lado y tocar la ventana, rapidito entregan los teléfonos”, agrega.
“Un tiempo después la chamba se empezó a poner dura; a un cuate lo balearon después de quitar un teléfono, un iPhone creo que era”, señala. Lo mismo que lo llevó a ser motoladrón fue lo mismo que lo condujo a cambiar de profesión para repartir comida: el amor a su familia.
¿Y ahora, cómo le va?, le pregunto. “Pues no muy bien”, explica algo desconcertado, “pues viniendo para acá me robaron el celular”.
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