En el caso de Alfredo, las consecuencias de un castigo, a temprana edad, le persiguieron el resto de su vida. De paso, con apenas tres años, dejó de tener confianza en su madre. Su refugio, entonces, fueron sus abuelos. Con el tiempo demostró ser buen estudiante, atleta notable y con una cuota de sangre fría para algunos retos extremos como el puénting o paracaidismo. Adrenalina, demostrarse siempre que era el mejor y empujar los riesgos al límite. Sin embargo, en descompensación, le tenía un verdadero horror a la oscuridad.
El terremoto de 1976 se trajo al suelo la casita que habitaban Alfredo y sus papás en la Avenida Elena y esto los obligó a mudarse con los abuelos maternos, hogar del que ya no saldrían jamás. Una casa grande, de siete habitaciones que, aunque un poco maltratada y con destrozos causados por la caída de armarios, vitrinas, libreras y alacenas, resistió con garbo su segundo cataclismo. En el último patio, superviviente como trastero, la tenebrosa “temblorera” construida durante los terremotos de 1917 y 18. Alfredo tenía en aquel entonces unos pocos meses de nacido y, por supuesto, esa parte telúrica de su vida quedó completamente borrada de la memoria.
Poco tiempo después, cuando el niño cumplió los tres años, su mamá volvió a quedar embarazada. Estado que, por causas hormonales, alteró completamente su equilibrio emocional llevándola a variaciones irracionales de humor. Es por esa época que Alfredo coloca, como parte de una travesura impulsiva, la plancha caliente sobre el nuevo vestido de lana de su abuela. La azotaina no fue suficiente para calmar el enojo de Andrea, su mamá. Ni siquiera la intervención de la abuela pudo evitar los furibundos cinchazos, más de 10, y el encierro a oscuras en el trastero de la casa.
Dos horas lloró allí encerrado Alfredo y dos horas tuvo que soportar la compañía de ese algo que habitaba en ese olvidado rincón de la casa. Su olor a podrido, su profunda, gutural y angustiosa respiración, sumado a esos ojos llameantes, inyectados en sangre, lo horrorizaron de tal manera que por varias semanas dejó de hablar. Fue con mucha paciencia y el inmenso amor de su abuela que, de a poco, recuperó la voz y con ella las ganas de jugar. Eso sí, aunque también olvidó el evento con el tiempo, jamás volvió a tolerar la oscuridad y siempre evitó quedarse a solas en el patio trasero de la casa.
Pero ¿de dónde provenía esta presencia? Para la fecha del evento, 1979, todos los antepasados de la familia habían fallecido hacía varios años y, con ellos, quedó soterrado un secreto que supieron guardar para la eternidad. Debajo de la “temblorera” fue enterrado un peligroso ladrón de la época que, creyendo abandonada la casa después de los primeros seísmos, entró a robar cosas de valor. Aquel hombre, temido en su época y borrado de las memorias del presente, fue conocido por brutal y sanguinario. Quienes le trataron siempre dijeron que llevaba al diablo en el alma. En resumen, no consiguió su cometido ya que fue sometido por los varones de la casa quienes, en la lucha, le dieron muerte. O al menos, eso creyeron.
Como ya estaba en construcción la “temblorera”, cavaron un hoyo de cuatro metros y allí lo arrojaron, envuelto en un costal, vivo. Su tortura no duró mucho. Consciente, a oscuras, en lugar de arrepentirse de sus pecados, dedicó cada asfixiante instante para alimentar su corazón de odio hacia los demás. Y ahí lo dejó sembrado. El trastero, desde los años veinte del siglo pasado, solo se abría para refundir muebles y otros chunches como los adornos de Navidad o los patrones de las alfombras de Semana Santa, pero siempre era entrar y salir, a nadie le gustó nunca permanecer mucho tiempo ahí adentro.
Respecto a Alfredo, pronto tendrá un nuevo encuentro con la oscuridad, solo que este pertenece a otro relato.