Son una legión, se las puede ver donde la ciudad crece y busca ganarle espacio al cielo. De madrugada se colocan el delantal y lo cuelgan al caer el sol, así son las legionarias de las banquetas.
Cincuenta y nueve minutos pasan de la medianoche y su poncho es acariciado por el frío aire que recién pasó por la lámina. Los ronquidos del marido se interrumpen por la corriente de viento que corta el vaho de los cuerpos aún tibios. En la total oscuridad, Marisela se prepara para una jornada más, una en la cual el sustento de la casa llega con las ollas y el hambre de los albañiles.
Todos los días estas legionarias, que a diario se levantan para vender su sazón, se instalan al pie de las construcciones de la gran urbe para aliviar el hambre y ganar unos centavos. Marisela no volverá sino hasta las tres de la tarde, pero de lo que ya ha preparado, algo se queda para el consumo del hogar.
Es la mayor de las tres y dejó a sus dos niños en la casa, junto a su hermana Angie comenzaron la jornada. Minutos después, a las Galindo se les une Kenia, una amiga de la infancia y vecina. Dejan sus casas a las tres de la mañana, listas para cargar el picop que las llevará de la 3 de Julio al frente de la nueva sede diplomática de los Estados Unidos.
Allí por Q5 venderán panes con huevo, jamón o pollo. Y por Q15 el guisado de costilla, acompañado de dos tortillas y refresco de mora. Si el día es bueno, “podemos vender unos 30 desayunos y hasta 50 almuerzos”, asegura la mayor de las Galindo.
Marisela, quien comenzó cuidando niños a los 18, recibió el negocio de manos de su suegra hace un año y desde entonces no ha faltado a la cita diaria con los obreros. Hoy, a sus 32 se considera una “aventada” en la cocina, pues de hacer solo huevos y panes ahora puede hacer “platos fuertes”.
Desde su llegada a la zona 16, las dos Galindo y su amiga han enfrentado retos. “Otras vendedoras nos trataron de quitar, pero llegar temprano hace la diferencia”, asiente con una mirada triunfadora. Luego está el tema de la Municipalidad, con quien han llegado a un acuerdo: “No ensuciar y montar el negocio de manera tal que sea para llevar la comida”.
Uno a uno apilan los insumos en el arriate del boulevard, mientras quienes buscan ganarle la carrera a la salida del sol, escuchan las noticias en sus espacios con aire controlado. Angie arma la mesa plegable y de una bolsa de costal roja salen platos, vasos, cubiertos y más recipientes. Marisela, entre tanto, saca lo que pareciera el aro de un carro para cubrirlo con carbón.
Desde arriba, tras los cristales aislantes, los vecinos del edificio ven como de a poco alrededor de la mesa surgen una improvisada cocina y despensa. Abajo, inundadas por el olor a ocote y humo, sin percatarse del tiempo, el local es abarrotado por los cuerpos de hambrientos, quienes horas más tarde volverán cubiertos de polvo y con las vestimentas rasgadas a buscar los guisos de Marisela.
Algunos pedirán fiado, otros pagarán la cuenta antes de que finalice el día y otros solo llegarán a tomar café. Llegadas las 2 vuelven al canasto los recipientes, las patas de la mesa se juntan y las tres legionarias recorren el camino de vuelta a la zona 12.
Un breve descanso y a las 8 de la noche las ollas vuelven a llenarse con verduras, especias y la sazón de la mayor de las Galindo. Todo se cuece mientras duermen y se vende cuando el hambre aprieta a los pies de una ciudad que no para de crecer.