De cuando apareció en la escena del centro histórico poco se sabe, pero su nombre evoca a un lugar enigmático. Un chino pobre, por demás, lo abrió hace mucho tiempo. Algunos dicen que hace casi un siglo, otros lo conocen desde los años 60 y ahí lloraron desamor, saciaron su hambre y siguieron adelante. Sus “boquitas”, trago barato y fácil acceso lo convirtieron en un punto de consuelo, alterne y parada obligatoria cuando la vida afuera se volvió demasiado cruda.
Ubicado en el bien llamado triángulo de la diversidad, junto a las Estrellas y La Playa, se ha convertido en refugio para muchos y centro de operaciones para otros. Sus mesas cuentan una historia tallada con lagrimas y licor, que muchos trataron de ahogar. Recuerdos de quienes llegaron con la pena y salieron con el olvido, quedaron plasmados en la madera de pino, a la espera de ser borrados por el roce de antebrazos de los próximos comensales.
En sus esquinas, perdidos en la penumbra, algunos empujan hacia abajo la tristeza con litros de cerveza. Otras llevan en su rostro la historia mal contada de una época en qué, la vida les sonreía. Pelo decolorado, arrugas y una mirada que aún vive de glorias pasadas, se niegan aceptar que el tiempo pasó y lo único que queda es una visita semanal al “Chino Pobre”.
Allí, viejas compañeras de guardia, esas que algún día se pavonearon por las esquinas y su juventud se las pagaban bien, cuentan las historias de una vida que no es más. Monederos llenos de billetes y la esperanza de un futuro mejor, se quedaron atrás. Clientes, a bordo de vehículos de lujo, las llevaban por un par de horas. Hacían de ellas y con ellas lo prohibido y luego las devolvían al mismo lugar, para volver a comenzar. Pero casi siempre, el local del segundo nivel fue el sitio para ir a comer, tomar e intercambiar historias de la noche.
Otros, los más optimistas, aún llegan a comer antes de salir a vender lo único que les queda, el cuerpo. Arreglad@s de pies a cabeza, con delineador y sombras, para enmarcar la mirada, o bien la poca ropa que esconde un cuerpo que, cada noche tiene nuevo dueño, aún mantienen los sueños intactos. “Salir y ganar dinero para cambiar de vida”, es la meta asegura Charlenne Bryce Smith.
En el “Chino Pobre”, nada ni nadie pasa por casualidad. Por sus estrechas escaleras desfilan de la mano todos los días la tristeza, la lujuria, la esperanza y el hambre. Sea un plato de mollejas con papa, fideos o una sopa (en las noches de frío) el variado menú tiene algo para todos. “Mire los que les gusta tomar, vienen por el litro, y se comen unas bocas, los que tienen hambre piden el “chao min” y los que vienen a conectar van por el licor”, comenta una de las mesoneras.
Y es ese “conectar”, animado por la música de la rockola, el que pone el tono de la noche. El primero en poner la ficha es quien dicta la tonada. Así puede sonar un Juan Gabriel, Los Temerarios o el Buki, para agrandar el desamor o también en una noche de ambiente, la Trevi o Shakira se van una tras otra y ahuyentan la tristeza.
Pero desde el viernes al medio día, “El Chino Pobre” se viste de gala. La rockola de la entrada se queda en silencio y las “chicas de las maquina del fondo llaman a celebrar”. Luces estroboscópicas, al fondo del salón, justo a un lado del baño, se revuelven en una mezcla de sudor, olor a detergente y perfumes de marcas poco conocidas. La fiesta en el lugar comienza a las 12 del medio día y termina a las 8:30, por las restricciones del covid.
Allí, la línea que divide las clases sociales, los oficios y ocupaciones se borra con cada trago y vuelta de la rockola. Viernes, sábado y hasta domingo la música escapa por las ventanas del local y baña las calles aledañas, como una invitación a las almas en pena, los sedientos de fiesta y ganosos de cuerpo. Pero todos con poco dinero para festejar, llorar o ligar.
Llegada la hora de cierre, el guardia de seguridad, un tipo fornido que probablemente estuvo en el ejercito, comienza a recoger los cuerpos. Los entendidos, los no tan embriagados y quienes van a salir a trabajar, saben que es hora de irse. Pero con los necios es otra historia.
“Un trago mas, solo uno por favor, solo eso pido y me voy”, le mienten al encargado del orden. Una hora después en el local, que antes resonaba con gritos y carcajadas, los pasos sobre fluidos y botellas entrando en las cajas inundan el ambiente. La fiesta se acabó, la música se cortó, la cocina se cerró y la barra no despachará más. Si es domingo, será hasta el próximo viernes, pero en los dos días anteriores, aún queda el fin de semana para regresar.
Contrario a lo que dice el pequeño rótulo, “El Chino Pobre” no lo es tanto. En sus paredes, los ecos de fiesta y llanto guardan las historias de quienes tienen poco para gastar y mucho que contar. Su fundador lo dejó, cuando este no fue más y hoy es otra familia quien tiene la propiedad del negocio. Y es así como cada noche, en el pequeño local los relatos de la gran urbe se escriben con música, licor y comida.