Cuando volví a casa derramé lágrimas por tanta muerte, desolación y gritos
Trabajaron 100 horas sin descanso. Fueron los primeros en entrar a las comunidades.
Llegaron con lo que tenían puesto, botas no aptas, en un terreno hirviendo a sus pies. Una linterna y palas.
El equipo de las Fuerzas Especiales de la Policía Nacional Civil (PNC) salvó vidas y rescató cadáveres que la arena y la lava se habían tragado, para que sus familias les dieran una sepultura digna.
El jefe de las FEP, Fredy Antonio Bachan, narra lo que vieron, sintieron e hicieron él y sus 50 hombres, al entrar a las comunidades de Los lotes y El Rodeo, el día que el cielo se oscureció de arena lanzada por el Volcán de Fuego.
Entramos a las 6 o 7 de la noche. Caminamos mucho y con sumo cuidado porque aquello estaba lleno de arena, lava y piedras.
Nos encontramos con un lugar destruido, con árboles sobre las viviendas, recuerda Bachan, quien se incorporó a las FEP desde 2008.
Los ojos nos ardían.
La temperatura era tan alta que nos hacía sudar y escurría por la frente. Se metía a nuestros ojos. Usamos palos, blocks, láminas y lo que encontrábamos para poder caminar sobre el terreno en el lugar.
Las manos las teníamos calientes. Todo lo que tocábamos estaba hirviendo.
Había gente, mucha gente muerta. Quemada y golpeada, apenas podíamos ver.
Mi primer impacto y quizás el más fuerte de mi vida en la PNC, dice este hombre de 40 años, fue ver a una familia en un cuarto.
Estaban sin vida, el padre quedó abrazado a sus tres hijos como de 5, 9 y 12 años. Posiblemente murieron intoxicados y estaban quemados.
Escuchábamos a la gente gritar pidiendo auxilio por todos lados en medio de una densa oscuridad.
Las voces venían de todas partes, eran de lamento, de gente que pensaba que morirían quemada viva, en ese fin del mundo.
Oficiales, inspectores, subinspectores y otros PNC estábamos con la mirada pérdida, triste, impactados.
Tratábamos de abrir las viviendas de donde venían las voces para ayudarlos. Muchos estaban quemados, no podían caminar, la temperatura en las casas era similar a un horno encendido.
Habíamos estado en otros desastres como el Cambray II y el de Sololá, pero esto era inexplicable.
Quienes no pudieron huir estaban tirados sobre la arena, otros semienterrados.
Tengo la imagen grabada de dos adolescentes, quizás de 14 y 15 años que estaban juntos golpeados por las piedras del volcán, quemados casi en todo el cuerpo, quizás la lava los obligó a salir de sus casas y murieron.
Y no se me olvida el cuerpo de un anciana enterrada por las piedras del volcán. Pensé lo que habría sufrido esa señora.
Pero en medio de aquel infierno, también rescatábamos al menos a 10 personas vivas.
Bajábamos con ellas, cargadas algunas, y aunque no reflejábamos en nuestro rostro la sonrisa, sí teníamos por dentro la alegría que habíamos salvado vidas.
Aquella bebé que pasamos de mano en mano nos dio fuerza para seguir buscando personas.
Pero pasó lunes y ya no había señales de vida. No escuchábamos gritos cuando nos volvimos a internar en el lugar.
Trabajamos 100 horas sin descanso.
Sacábamos cuerpos y cuerpos, los desenterrábamos con palas, pero ya las voces se habían apagado. Todo había terminado.
Todo era como un pueblo abandonado.
Cuando volví a mi casa derramé lágrimas de tanto dolor, desolación y gritos, y pensé en mis hijos a cada momento porque no tenía la certeza que regresaría a casa salvo.
El peligro estaba latente con el volcán que amenazaba con volver a arrojar piedras y lava.