Uno esperaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital, una herida de bala en la cabeza lo tenía entre la vida y la muerte. Los otros dos, hacía ya cinco años que dejaron de hacer su trabajo y esperaban que el autor intelectual de su deceso fuera castigado. Pero los tres aguardaban a que la dama vendada hiciera lo suyo, impartir justicia.
Para el primero el nombre de su victimario era aún desconocido, de los otros, en cambio, su verdugo aguardaba el comienzo del juicio. Uno donde dejaría al descubierto las precarias condiciones de seguridad y garantías para contar las historias que, algunos prefieren se queden calladas.
Historias de como ciudadanos comunes y corrientes dejan de serlo cuando, sus caminos se cruzan con millones de fondos públicos o simplemente se creen intocables por un cargo de cuatro años. Esas historias que mancharían sus nombres y ventilarían su mezquindad, ante pueblos sumidos en la pobreza y el hambre. Los relatos que, en Guatemala, cobran la vida o se roban la paz a cientos de amantes de contar lo que todos callan.
Uno de ellos, a quien las balas no le han alcanzado, prefiere desplazarse dos municipios antes de contar a cualquier recién llegado su experiencia. “Allá, no se puede hablar tranquilo, el alcalde tiene ojos y oídos por todos lados, por eso le pedí venir aquí”, argumenta para explicar su miedo.
Y es que, en la pequeña población de Cuyotenango, Suchitepéquez, todos le temen al mal llamado “Emperador de Cuyo”, Jorge Arturo Reyes Ceballos. Un personaje que ha trascendido en la vida pública de la localidad, por su franqueza y cercanía con Dios. Un alcalde que con armas y biblias ha dado al pueblo la mejor razón para callar, el miedo.
Allí, donde nadie se atreve a criticarle y las noticias que lastiman su imagen no tienen cabida, la labor de contar sus historias oscuras es aplacada. “Allí nadie le va a decir nada malo de él (el alcalde), y si sabe que lo critica seguro le va ir mal”, asiente.
Pero este reino de silencio y de historias negras ocultas, no es exclusivo de Cuyotenango. A lo largo de la costa sur de Guatemala, los señores de la política han implementado una tiranía de silencio y sonrisas falsas, una de aplausos y miradas que se viran para no ser testigos críticos de sus actos de corrupción. Son reinos donde, contar las historias se paga caro, se paga con la vida.
Mario Ortega, quien fue baleado, luchó durante cuatro días en un hospital y murió, hoy se ha convertido en el más reciente caso de violencia contra periodistas. Ortega laboraba como reportero en el Puerto de San José, Escuintla y murió en circunstancias poco claras. De su deceso se manejan varias versiones las que la PNC y el Ministerio Público aún investiga.
La noche del 10 de noviembre, Ortega volvía a su casa en el barrio Peñate de su localidad cuando dos hombres lo abordaron. De una discusión, una bala le golpeó la cabeza y lo dejó tendido en el suelo, recuerda Reyes Realí, presidente de la Asociación de Periodistas de Escuintla (APE).
Según Realí, hacer periodismo en un departamento, donde las relaciones entre funcionarios públicos y comunicadores son muy particulares, es complicado. “Algunos son lambiscones con los alcaldes y otros son muy críticos de sus gestiones” y es donde las cosas a veces se tornan personales, afirma. Un ejemplo, sostiene el presidente de APE, es la complicada interacción con el gobernador departamental Luis Chen.
“Hoy en una entrevista con compañeros de otros medios nos dijo: ‘Ustedes tres quieren que me den el limón, ya los tengo marcados por lo que hacen’”. Reyes Realí, APE.
Sobre la muerte de Ortega, quien había estado recibiendo mensajes de extorsión, Realí considera que el caso pudiera ser un ataque del crimen organizado o bien un mensaje a los comunicadores. Las prácticas de intimidación de los políticos, cuando sus gestiones son criticadas podrían haber jugado en contra del periodista. “Cuando hacemos nuestro trabajo es la adrenalina la que nos mueve, pero cuando la sangre se enfría, la cosa se ve con otra visión”, comentó Reyes.
“Al fin de cuentas no hay protección, nos agrupamos para tratar de protegernos en la asociación y denunciar lo que sucede”, Reyes Realí, APE.
A 146 kilómetros de donde Ortega recibió el impacto de bala, corría el 10 de marzo 2015. En el parque central de Mazatenango, una motocicleta se aproximó a dos periodistas que esperaban. A pocos metros de la alcaldía, Julio Juárez se preparaba para dejar de ser el jefe edil y convertirse en diputado por el partido de gobierno (FCN Nación) de Jimmy Morales. Nadie sabía que, entre los tripulantes de la motocicleta y el futuro diputado se había pactado un crimen.
Luego de varios disparos, Danilo López y Federico Salazar, no eran más periodistas activos. Y aunque el ataque sucedió a plena luz del día y a escasos 20 metros de un puesto de la PNC, su asesinato no fue difícil. Los atacantes contaban con la protección de su grupo de sicarios y la promesa de un pago de Q25 mil por llevar a cabo el crimen.
Dos años después y tras las investigaciones del MP, el entonces diputado Juárez fue señalado de ser el autor intelectual del crimen. Según las versiones, la labor de los comunicadores habría descubierto la corrupción de Juárez al frente de la comuna y sus publicaciones podrían hacer peligrar su candidatura al Congreso. Razón por la cual, el entonces alcalde y luego diputado decidió callarlos para siempre y ahora enfrenta un juicio por asesinato.
Para Miguel Ángel Albizures, presidente de la Asociación de Periodistas de Guatemala, mientras los niveles de corrupción aumentan en el país, también lo hace la violencia en contra de periodistas. En departamentos como Escuintla, Jutiapa, Jalapa, Quiché, Suchitepéquez y Guatemala se ha visto un incremento de hechos violentos en contra de los comunicadores.
“Ya no son solo funcionarios menores, como Miguel Martínez del Centro de Gobierno, quienes atacan a la prensa, también lo hace el propio presidente Giammattei, quien agrede a los periodistas”, Miguel Ángel Albizures, APG.
Apagar las voces de quienes se atreven a criticarlos, se ha convertido en la norma y evitar que sus oscuras historias sean contadas, la ley. Esos ciudadanos comunes, que tocan dineros ajenos y se elevan a la categoría de Dioses, lo hacen todo para callar a quienes se atreven a manchar su “buen nombre”.