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Eran casi las 6 de la tarde y unas horas antes el presidente había hecho el anuncio: “El coronavirus está en Guatemala”. A la entrada del supermercado Matilde, una vendedora de lotería solo veía cómo las carretillas salían llenas de productos, mientras se preguntaba qué le sucedía a la gente.

En las filas donde se colocan las carretillas no había una sola, todas estaban adentro. El estacionamiento emulaba una venta de autos usados, donde algunos tenían el motor encendido, mientras que otros hacían fila en busca de un espacio para aparcarlos.

Los que recién llegaban al comercio esperaban a que un buen samaritano regresara la carretilla, luego de haber llevado su compra al automóvil. Y con la desconfianza más grande tomaban el agarrador, para luego limpiarlo con toallitas húmedas.

Adentro, Gladys, una cajera, sentía el cansancio de un turno de más de 11 horas. Los brazos le dolían y sus piernas no soportaban más su propio peso. “Comencé hoy a las 7 y la cosa no ha parado”, indicó, mientras veía cómo la fila para pagar se hacía cada vez más larga.

“Solo tenemos bolsas pequeñas, las grandes se acabaron ayer y no nos han traído más”. – Gladys, cajera.

El bip, bip de las cajas registradoras, el murmullo de los clientes y el calor de la tarde hacían de la experiencia en el lugar algo invivible. Pero había que estar allí para llevarse cosas, por si acaso. Zaida, un ama de casa, empujaba el carrito de la compra cargado de artículos de primera necesidad. Huevos, leche, agua, frijoles y atún en lata; pan, jugos, cereales y cualquier cosa que su núcleo de seis pudiese necesitar en los próximos días.

Algunos anaqueles parecían imágenes de una Venezuela a merced del “Chavismo”. Secciones vacías, como la de los frijoles enlatados, pan y como en muchos lugres: sin papel higiénico. Hasta la sección de carnes se había quedado ya sin “la molida” y los “bistecs”.

Entre tanto, la cajera no podía más. El simple trabajo de pasar la mercadería de un lado al otro, por encima del ojo electrónico, le pesaba. “Estamos así desde ayer, la gente se dejó venir y desde entonces no han parado”, aseguró.

Y no era para menos, pues desde que el comercio abrió sus puertas, a las 7 de la mañana, los visitantes no dejaban de llegar. Rogelio, el encargado de la talanquera, recibió la instrucción de no entregar gafetes plásticos de parqueo a nadie: “Nos dijeron que no los diéramos porque podía ser una forma de que se riegue el virus ese”.

En las filas de pago, los compradores no dejaban de hablar sobre la llegada del virus y cómo podrían protegerse. Amanda tomó la decisión de no llevar más a sus hijos al colegio y hasta le prohibió a su empleada ir a su casa. La trabajadora accedió a la solicitud de su patrona y desde este fin de semana no viajará a la casa de sus padres, en la Gran Ciudad del Sur.

“No te voy a poner a trabajar el fin de semana, le dije, pero si querés seguir con nosotros mejor quédate en tu cuarto, descansando”. – Amanda.

Otros, en cambio, parecían más preocupados por las vacaciones de la Semana Santa, pues en algunos casos no viajarán a la playa a pasar las fiestas. Edgar F., quien tenía planificado con su familia ir a las costas del Pacífico, canceló el arrendamiento de una villa en Monterrico. “Creo que es mejor quedarse en la casa y evitar que algo se le pegue a uno”, resaltó.

Mientras tanto, Gladys esperaba que el reloj marcara las 18 horas para dejarle el puesto a su relevo. Y afuera, Matilde seguía sin comprender la inusual actitud de los compradores. 

“Mire, pues, vaya que tienen dinero para gastar estos”, señaló, sin perder la esperanza de colocar aunque sea un cachito y aprovechar la venta loca del “día en que el coronavirus llegó a Guatemala”.  

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