Fue un lunes como a las diez de la mañana. Estaba caminando rumbo al trabajo. Llevaba puesto los audífonos, el volumen estaba a tope y aún así los gritos fueron ensordecedores.
“Boris, no. ¡Suéltame! ¡Ayúdenme por favor!” – repetía la chica sin cesar.
Mi reacción inmediata fue quitarme los auriculares y atender a lo que estaba sucediendo. Aún recuerdo la imagen vívidamente. Era un chico, quizás unos 33 años, y mientras cometía el acto de cobardía más grande fumaba un cigarrillo. Con la mano que tenía libre la arrastró por el piso con la intención de sacarla del apartamento. Y con la pierna pateaba la ropa de aquella chica hacia fuera.
Ella lloraba y gritaba. La escena no duró más de cinco minutos. Pero segundo tras segundo vi cómo ella se quedó sin fuerzas y su cuerpo se convertía en peso muerto.
Desde muy chiquita, quizás mis 18 años, me invitaron a formar parte de un movimiento de mujeres, que, con la misión de empoderamiento femenino, trabajaba un proyecto que difería año con año. La violencia de género fue uno de ellos, y fue gracias a este que adquirí conocimiento en el tema de violencia y también conocí a muchas víctimas. Y aún todo ese conocimiento y experiencia no evitó que las piernas me temblaran viendo como una mujer era maltratada frente a mí.
Yo sabía que tenía que ayudar, pero estaba paralizada. También sabía que intentar detenerle no solo era físicamente inviable, sino que podría empeorar las cosas para ella. No sabía qué hacer. Caí en cuenta, al cabo de unos segundos, que tenía que llamar a la policía. Me encontraba en otro país, con lo cual salí corriendo a la oficina –que estaba a unos metros– y pedí que alguien llamase a los agentes.
Los gritos retumbaban en toda la cuadra. Y, aún no entiendo cómo, su clamor por auxilio parecía acercarse cada vez más hacia donde yo me encontraba. Al finalizar la llamada a la policía, salimos varios a la calle. Y fue entonces cuando nos percatamos que sus gritos se escuchaban cerca porque ella había logrado escapar y se encontraba justo frente a nuestra puerta pidiendo que alguien le ayudase.
Inmediatamente tres hombres de la oficina la rodearon, con la intención de formar una especie de escudo humano. Mientras que una chica de la oficina le ofreció un vaso de agua. La policía llegó pronto. Le preguntaron qué había sucedido. Ella, con una voz resquebrajada y llena de miedo, repetía una y otra vez: “Un chico me habló, él se puso celoso y perdió la cabeza”.
Los agentes recogieron a la chica y la llevaron a una comisaría para que pudiese presentar una denuncia. Ya no supimos más de ella.
Pero, ese lunes aprendimos una gran lección: hay que involucrarse, no podemos mostrar indiferencia ante este tipo de situaciones. Algún día podríamos ser nosotros quienes estemos en una situación dónde queramos que alguien llame a la policía y vele por nosotros aún sin pedirlo.
Sí eres víctima de violencia o conoces a alguien que lo sea, debes denunciarlo.
El Ministerio Público atiende casos de violencia de género. Ya sea por la App “Botón de Pánico”, el teléfono de emergencia 1572 o en cualquiera de las sedes de la Fiscalía de la Mujer que atiende 24 horas.