Este 14 de febrero, se cumple un año que decidió dejar las flores y los chocolates para otros más neófitos. Durante 6 años, creyó ser la mitad de una relación, en la cual la cama la compartían tres y la calle solo dos.
Vivía su vida desde las sombras, se había convertido en una llamada conveniente y de desfogue. Pero, aun así, lo amaba y esperaba con ansias el día que él, cambiara y la escogiera.
Nunca sucedió. El cumpleaños de su esposa, la clausura del colegio de los niños o el viaje de fin de año, eran tiempo muerto, lejos de su amado.
Los horarios de llamadas, sumamente restrictos. Durante el día, después de las diez y de las seis de la tarde, ni pensarlo.
Aún así esperaba y soñaba con un cambio de aire en su relación. Sus amigos le hablaban claro, “no eres más que la otra y nunca vas a dejar de serlo”.
Ante esas palabras, ella recordaba las conversaciones, en las cuales al calor de la pasión él le juraba amor eterno y lo mucho que la amaba. “Solo tú me comprendes, ella y yo solo estamos juntos por apariencia”.
Un colchón y el juego de sabanas
Con el paso del tiempo, el placer se volvió rutina y la rutina una obsesión. Había invertido demasiado tiempo y sueños, y él tenía que ser de ella.
Las navidades, una llamada a media tarde, era todo lo que le traía su “Santa Claus”. Eso sí, el regalo de su amor llevaba dos semanas bajo el árbol, así le demostraba cuánto la quería.
Cinco años y 11 meses, duró el juego. Uno, en el que el precio más alto lo tenía que pagar ella, por ser el eslabón débil.
Sin más que un colchón, manchado por encuentros sudorosos, y un juego de sabanas desgastadas por los cuerpos retorcidos durante el orgasmo, ella hizo sus cuentas. “Salí perdiendo, pero quería jugar la última carta”.
La falsa valentía
Así, sin imaginarlo, de su boca salio el ultimátum. Era jueves temprano en la tarde, con prisa y la excusa de una cena familiar, él le dejó claro que disponían de poco tiempo.
“No”, esto ya no va a más. Cual María Conchita Alonso, la oración final fue: “O ella o yo”.
A medio vestir y con el pene semierecto, él se vistió y salió del pequeño apartamento. “Tú lo decidiste”, sentenció antes de marcharse.
Pasaron las horas y nada, ni una llamada, mensaje, nada. Con cada minuto, la angustia crecía, al igual que el tráfico en la avenida que pasa frente a su edificio.
Contra sus deseos tomó el celular y le marcó. Había roto otra regla, llamó después de las seis.
El tono marcaba y luego la llamada era interrumpida. Una, dos, tres veces, hasta el mensaje “usuario se encuentra fuera del área de servicio”.
Algo en su vientre presionó su pecho con fuerza y acto seguido las lágrimas. Como una desequilibrada tomó el móvil y así comenzó una seguidilla de mensajes.
Empezó pidiendo una disculpa. Send a send los textos, como bananos en la refrigeradora, se volvieron más negros.
El último fue, “si no regresas me mato”.
Así me llegué a amar
Dos días después, despertó en la cama de un sanatorio. ¿”Vino Mario?”, en el rostro de su hermana y mejor amiga se personificó la decepción. “No y nunca va a venir, es hora que te des cuenta que nunca fuiste nada más que una cuchara para él”.
El lavado de estómago le dejó un poco molesta del esófago y con poca hambre, pero el verdadero daño estaba en su cabeza. Así, al salir del sanatorio buscó ayuda para ordenar sus ideas.
Hoy, un año después comprendió algo, así como él a ella, ella no lo amaba. “Nadie puede dar lo que no tiene y quien se valora tan poco, como para matarse, no se ama a sí mismo”.
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