Guatemala es un país de tragedias, unas colectivas, otras comunitarias y otras familiares. Recientemente leí con tristeza una de esas circunstancialidades que dejan un sinsabor en el paladar. Hablo de la muerte de Antonio Bayer, un estudiante de 17 años, cuyo futuro prometía ser de éxito.
Las referencias que he encontrado en el ciberespacio, describen a un alumno con calificaciones sobresalientes y con buenas relaciones sociales. A mi juicio la muerte, evidentemente accidental de este muchacho, es lamentable desde cualquier perspectiva más allá de su desempeño académico.
Cualquier muerte es lamentable y desde la empatía intento imaginar el dolor de sus familiares y amigos cercanos. Incluso comprendo el dolor colectivo que su deceso produjo a la comunidad estudiantil del Liceo Guatemala, a la cual pertenecía.
El ahogamiento de este estudiante fue una tragedia, un daño colateral de una catástrofe colectiva llamada Covid19. Afirmo esto porque comprendo que, su muerte fue una lamentable circunstancialidad producida por la ausencia del tradicional desfile escolar de septiembre. En otras palabras, si el muchacho hubiese machado y representado a su colegio, estaría con vida.
No obstante, no me referiré más a las causas de su muerte, ni a las motivaciones de él y su familia de visitar una playa en tiempos de pandemia. Esa discusión es estéril desde cualquier perspectiva lógica, pues Antonio Bayern ya no está en este mundo lindo y perverso en simultaneo. Me referiré a la falta de empatía que muchos demostraron mediante las redes sociales, esas que deberían servir para construir pero que se utilizan para destruir.
Con mucha pena leí decenas de comentarios que lamentaban la mediatización de esta tragedia porque a juicio de estos, esta se derivaba de un apellido y del supuesto estatus social de la familia del joven. Muchos criticaban el hecho de que otros casos, igualmente lamentables, se socializan mucho menos.
La mediatización del ahogamiento de este joven, pasa por la capacidad de su familia de activar una red de apoyo y de convocar a una comunidad per se unida como la del Liceo Guatemala (aclaro que no tengo ningún vínculo con dicho centro de estudios, pues de hecho soy egresado del Infantes).
Mi punto, el que intento abordar con objetividad y lucidez, es que no es momento para juicios, ni para discutir respecto de la mediatización de algunos u otros casos. Por supuesto que podemos intentar socializar otras tragedias y desapariciones como estas. De hecho, todos deberíamos apoyar estas causas.
Lo que lamento con extrema preocupación y tristeza, es ver la falta de empatía que hay en una sociedad dividida, antipática e intolerante. No es momento de valorar si otros casos no fueron así de mediáticos, en todo caso deberíamos comprometernos a que todos lo sean.
Tampoco es momento de regocijarnos del dolor ajeno bajo el pretexto de: por fin le ha tocado sufrir a una familia de apellido “rimbombante”. De una sociedad civilizada esperaría una palabra de aliento y un lamento sincero por la pérdida de una vida valiosa, como cualquier otra.
No es momento para buscar responsables, ni de cuestionar las decisiones de la familia de este muchacho. En ese contexto hago un llamado a la empatía y a dejar los juicios para aquellos que están con vida y puedan defenderse. Pido un poco de lucidez, sentido común y humanidad. ¿Es demasiado?