Esta silenciosa y bucólica ermita, otrora erigida en las afueras de Santiago de Guatemala, guarda su génesis con la lepra. Término originado por los hebreos, cuyo significado fue traducido a “pecado”. Mal que tomó mayor dimensión por la discriminación generada por superstición e ignorancia de la gente. También conocida como “el mal de San Lázaro”, se extendió peligrosamente por Guatemala en los años 30 del siglo XVII. Fue, desde sus primeros momentos, un lugar de recogimiento, dolor y esperanza.
El primitivo templo y el leprocomio sufrieron daños con los múltiples terremotos posteriores. Ya para 1734 dejó de funcionar el asilo y después de la traslación, ya en el siglo XIX, pasó a ser el cementerio que hoy conocemos. La iglesia, reconstruida en múltiples ocasiones, es austera y elegante. Sin ser una ruina, encapsula un silencio alimentado por la sumatoria de oraciones vertidas en su nave por casi cuatrocientos años que conmueve.
Y allí está, recibiendo como anfitriona a vivos y a muertos. A los primeros, brindando alivio a través de la fe y ¿a los muertos? No sé, no estoy muy seguro. Quisiera pensar que es el portal por donde encaminarán su alma hacia las mieles de la eternidad. Todo allí adentro redunda en paz e invita al recogimiento.
Pero, ¿qué pasa con las almas que no traspasan ese portal y se quedan vagando en un plano paralelo? Aquellos espíritus cuya misión no estaba completa y se quedan divagando en un plano paralelo mientras tratan de cumplirlas ¿existirán en realidad?
Una iglesia colonial en el corazón de un camposanto afincado sobre lo que fue un leprocomio. Alguna gente manifiesta distinguir energías en sus alrededores. Los vecinos inmediatos también reportan voces confusas, especialmente en los cafetales circundantes. Otros insisten que, si en algún lugar de esa necrópolis se pueden sentir energías, es en el área destinada al entierro de los infantes. Y sí, entrar allí abruma debido a la tristeza que puede percibirse.
En la capital han exhumado difuntos que van a una fosa común. Decenas de restos humanos pasan al olvido, por falta de pago, luego de ser desahuciados de lo que se creyó su última morada. No hace mucho, los desenterradores sacaron el cuerpo de una criatura muerta hacía varias décadas. Cuando abrieron la cajita se sorprendieron al encontrar el cuerpecito en buen estado de conservación y su ropita como nueva. Luego de un momento de duda decidieron regresarlo a su nicho y con coperacha, pagar la deuda al cementerio.