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No era parte de las familias más importantes, ni millonaria o política, pero tenían una pequeña finca en Jutiapa, que había sido su sostén desde hacía más de 20 años. En sus redes sociales tampoco había fotos o algo que pudiera llamar la atención de los vándalos.

Las horas transcurrían con suma lentitud, y cada ruido de llantas que se escuchaba en las afueras de la colonia era una esperanza para la familia que aguardaba por la llegada de Luisa (nombre ficticio). A lo mejor había salido con sus amigos, pero… ¿Por qué no contestaba el teléfono?

A las 7:00 de la noche por fin entró una llamada. “Era una voz ronca, que me habló con malas palabras. Me exigió Q40 mil, para la de ya”, cuenta la mamá de Luisa.

Una de las condiciones para mantener a la víctima con vida era que nadie de la familia podía dar aviso a las autoridades y además el plazo para pagar la cantidad requerida era de 48 horas.

Luisa estaba próxima a cumplir 30 años y planeaba hacer su fiesta de cumpleaños en uno de los restaurantes de 4 Grados Norte. “Ese día había salido temprano del trabajo para comprar unas cosas; pagué y cuando salí, una camionetilla negra empezó a seguirme”, relata.

“Recuerdo estar en una esquina cuando una vocecita, mi intuición, me decía: ‘Luisa, esto es muy peligroso, busca ayuda'”. Pero fue muy tarde para ella. “Cuando el semáforo dio verde, de pronto vi que desde esa camioneta me apuntaban con un arma. Inmediatamente tuve miedo de morir”, agrega.




“Quedate quieta y no te va pasar nada”

Pensó que era un asalto. Intentó escapar, pero una motocicleta se puso delante de ella y junto con la camionetilla negra la condujeron hacia una calle cerrada. Ahí, los hombres de las capuchas negras tomaron el carro de Luisa, no sin antes darle un golpe en la cara y adormecerla con algún tipo de líquido.

“Desperté en un cuarto lleno de polvo; solo había una mesa de madera y un lazo azul que colgaba del techo. No sabía dónde estaba, lo único que podía sentir era miedo y terror de pensar que alguien me podía matar en cualquier momento”, explica.

Ella había perdido la noción del tiempo. Quizá habían transcurrido unas cuatro horas, y lo suponía porque había frío y escuchaba el canto de los grillos. De repente, “un hombre como de 1.70 metros apareció con un pasamontañas negro, unos tenis grises y una playera roja, quien me dijo: ‘Quedate quieta y no te va pasar nada’”.

“Me ató a la pata de la mesa con una de esas cadenas para perro y me quitó el trapo que tenía en la boca para darme un trago de agua, no sin antes golpearme y decirme que si gritaba entonces sí era el fin”, detalla Luisa.

“Recuerdo llorar y rezar; rezar y pensar sobre todo lo que haría si fuera más fuerte. Pensé mucho en mis padres en esos días, sabía que me estaban buscando y que me querían. No tenía duda de que me encontrarían, pero la pregunta era si me hallarían viva o muerta”, agrega.

Durante los siguientes días todo parecía igual. Luisa seguía atada a la mesa y le continuaban dando de comer “como si fuera un perro”. Hasta que un día, uno de sus secuestradores entró enojado y la golpeó nuevamente hasta dejarla inconsciente.




El rescate

Luego de varios días entendió la situación: “Mi familia no lograba reunir el dinero, por lo que mi papá fue quien decidió avisar a la policía”. Esa noche escuchó cómo alguien entraba de manera brusca a lugar. “Creí que me iban a matar, solo escuchaba que decían ‘limpio’”, refiere.

De pronto un par de botas negras empujaron la puerta. “El hombre llevaba una pistola en la mano y solo recuerdo que gritó: ‘¡Aquí está!’ Rompió la cadena y me sacó de la habitación”, señala Luisa.

Los secuestradores huyeron, Luisa fue rescatada, la familia se cambió de casa y decidieron venderlo todo para empezar desde cero. Las consecuencias después de un secuestro son varias, de acuerdo con María Varillas, psicóloga. “Van desde miedos, inseguridad, agresividad, rechazo, inestabilidad emocional. Estas consecuencias se pueden explicar como el resultado de mucho tiempo de aislamiento social o de estar expuesto a tortura psicológica”, comenta la especialista.

“Es un proceso largo, en donde el paciente debe ser honesto y hablar; hablar de lo que pasó, a  manera de ir superando sus miedos”, manifiesta la psicóloga.

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