Una vieja persiana pintada de color azul desteñido con su peculiar ruido que denota su oxidación, decora un pequeño local de 4×6. Está lleno de colores y sabores con los que Fernando ha sostenido a su familia desde hace poco más de 7 años.
Fernando Quej, migró de Quiché hace poco más de 8 años a la ciudad, cuenta que cuando se enamoró, su papá le dio la espalda, no lo ayudó en nada. Su amor era tan grande que decidió mudarse a la capital, pero las cosas no eran fáciles y así fue como decidió emprender.
Las tiendas de barrio son parte de nosotros, esos pequeños locales que nos sirven de salvavidas para complacer nuestros pequeños gustos.
¡Claro! Se vuelven tan parte de nuestra vida, que veo a mi mamá y mi tía todos los miércoles para ir a comprar a la tienda de doña Anita sus ya tradicionales champurradas. También, se sientan a platicar sobre cualquier tema que se les ocurra.
Entre esas pequeñas tiendas que están a cada cuadra, también existe la competencia. Nunca falta quién quiera “dar más barato” para ganar más clientes, o por el contrario quienes suben el precio a sus productos.
Sin embargo, estos comercios forman parte de la economía informal del país con un índice de un 70 por ciento. La mayoría de ellas pertenece y es atendida por familias quienes han decidido emprender algo propio y donde los riesgos de pérdida sean mínimos.
Desde un litro de leche hasta una golosina, las “tienditas” son visitadas por una persona, un promedio de 24 veces por mes, según el informe de Central de Alimentos. La metrópoli es quien genera mayor volumen de ventas, seguido por la región occidental del país.
El ingenio no se hace esperar y es que aparte de tienda, varios de los locales cuentan con tortillería y algunos otros hasta con ventas de comida como el caso de Fernando. Él dice que “a todo hay que sacarle provecho”.
El caso de doña Anita es otro, lleva más de 30 años con su pequeña tienda, cuenta que su esposo no le gustaba que saliera a trabajar y se las ingenió para lograr tener un “dinerito extra”. De vez en cuando, vende almuerzos para un par de “patojos que no les gusta cocinar”.
Hasta el 2016, se habían contabilizado alrededor de 110 mil tiendas de barrio en todo el país y las cifras van en aumento. Como experiencia personal solo en mi cuadra he visto surgir más tienditas. Admito también que, siento una extraña curiosidad de leer el nombre de una tienda antes de entrar, es como si explicase un poco cómo es la personalidad de quien me va a atender.
Las de mi cuadra parecen tener una fascinación por los nombres religiosos: Paz, San Rafael, San Gabriel, etcétera, atribuyo eso a la cercanía que tenemos con varias Iglesias. Pero, las que ganan son aquellas con nombres de personas María, Fernando y cómo dejar atrás esas con nombres peculiares como Humo en tus ojos, El Canchito, sin nombre.
El horizonte y amanecer que los “tenderos” ven son filas interminables de golosinas colgando de algún lugar y enormes costales llenos de concentrado frente a ellos. Nos encariñamos tanto que hasta nos atrevemos a llamarles chino o canche, otros hasta pedirles fiado.