La historia de la fotografía guatemalteca, del siglo XIX, es abundante en nombres y aportes. Los pioneros eran representantes itinerantes de casas contratistas internacionales que pasaron por Chapinlandia ofreciendo diversidad de productos y artilugios. De hecho, apenas cuatro años después que Francia comprara la patente para regalarla al mundo, ya estaba establecido el primer estudio fotográfico en el país. Detrás de él se fueron sumando protagonistas entre los que descollarían, también, nombres locales. Todo, en aquel momento, era un ritual de laboratorio.
Hacia 1881, con el traslado del Cementerio General a su emplazamiento actual, se puso de moda la fotografía de los difuntos. El popular artista que impuso la novedad fue de origen belga. Su apellido era tan complicado que finalmente terminó llamándose “el belga” y su nombre se disipó con el tiempo. Las chicas de la época decían que era tan guapo que con gusto se morirían varias veces para que las inmortalizara. Aunque al principio hubo resistencia, la primera toma le cayó del cielo en 1884. La célebre difunta y su malogrado bebé estaban en la ciudad capital a muchos días del esposo. No hubo más remedio que llamar “al belga” y solicitarle sus servicios.
Aquel bromotipo fue la sensación del momento. Hasta Buchanan, tan aprensivo con la competencia, tuvo que reconocer la calidad del trabajo y, el resto de los artífices, echar pan en su matate. El decorado fue ejecutado por los artistas Baldomero Yela Montenegro y el escultor Cirilo Lara. Fue toda una escenografía en la que los ángeles prestados de la Catedral Metropolitana cargaban los cuerpos de los dos personajes ofreciéndolos graciosamente al Creador. La lluvia de encargos no se hizo esperar. “El belga”, como ave de mal agüero, acompañaba al sacerdote a la casa de los moribundos para adelantar los trámites.
Hay personas que se esfuerzan en ser odiadas y no lo consiguen. Manuel era una de ellas. Tan rígido como su educación victoriana lo exigía, se encargó de atormentar con absurdas reglas a su esposa e hijos. Nada era como él lo esperaba y todo resultaba de inferior calidad de la que se merecía. Aún así, se le respetaba con devoto terror y, pese a las zozobras de carácter que mantenían en vilo a la familia entera, se le quería. Pues bien, murió repentinamente el primero de diciembre de 1889. En su caso, el montaje se realizó en el propio catafalco, rodeado de su esposa e hijos. “Parece profundamente dormido”, dijo su madre con la fotografía en la mano. “Sí”, contestaron las tías del difunto, “se ve que murió en paz de Dios, como todo un angelito”. Luego la foto fue al álbum familiar.
Poco después llegaron los familiares de Costa Rica para el rezo de los nueve días. La esposa recibió a la familia con actitud estoica y sin derramar una lágrima (algo que se esperaba siempre de una dama bien educada). Cuando sacó la fotografía del álbum la soltó con miedo mientras llevaba su mano a la boca para evitar gritar. Su suegra la recogió e inmediatamente; al observarla se desmayó. El difunto estaba con los ojos abiertos y una horrenda mueca de terror.