Para Javier, pasar la Semana Santa en Antigua era sinónimo de libertad. Era el único lugar donde podía escaparse, andar en bicicleta por diferentes pueblos, perderse entre el mar de gente en el centro o, simplemente, adentrarse en las entrañas de la finca cafetalera de la familia. Nunca le preguntaban dónde estaba. Incluso la casa patronal, una enorme mansión del siglo XVIII reconstruida en la siguiente centuria, le ofrecía siempre sorpresas agradables a él y sus amigos. La antigua Santiago de Guatemala era ese manantial de posibilidades y descubrimientos que todo joven, con imaginación, podía disfrutar.
El Domingo de Ramos comenzó la aventura en el Volcán de Agua. Subir el coloso con su tío Roberto, el andinista, era siempre una experiencia singular. Estar allá arriba era maravilloso porque se podía apreciar la cadena volcánica hasta donde la vista alcanzara. Y más emocionante aun, ver los volcanes de Fuego, Pacaya y más distante, el Santiaguito, hacer erupción al unísono. Al día siguiente, viaje no programado al Pacífico. Lo inaudito, el papá de Javier los dejó a la orilla del mar, en un paraje sin casas ni gente en los alrededores, mientras él iba a una planta científica donde inseminaban vacas. Si las respectivas madres de Javier, Ernesto y Gonzalo se hubieran enterado, se arma la de Troya. La cosa es que cuando regresaron a la finca eran tres camarones en carne viva.
Martes en la mañana en el centro de Antigua: dulces, helados, elotes locos, pupusas, tostadas, atoles y otro montón de cosas, incluidos por cabeza, tres de los famosos panes con frijoles de la Canche. Por la tarde visitas repetidas al baño, náuseas y empacho. Noche de juramentos de nunca más volver a comer como coches. Miércoles y jueves, viaje a Mazatenango, a la finca de los primos. El río cristalino, el tanque, los cañaverales y al, mediodía del jueves, regreso a la Antigua más chamuscados de tanto sol. Todo hubiera estado perfecto si no se hubieran atorado un canasto de chicharrones y una penca de bananos entre los tres. En la noche, de vuelta la excursión al baño. El viernes, embadurnados de crema, por las quemaduras del sol, trabajaron todo el día en dos alfombras para santos cortejos. No regresaron a la finca hasta pasadas las 3 de la mañana cuando consiguieron un Uber con una tarifa reducida y que se ajustara a lo que les quedaba de presupuesto. A dormir.
El sábado se despertaron pasadas las 11 de la mañana. Se bañaron, desayunaron y, otra vez, para afuera. Ahora se dirigieron a las ruinas de la finca. El letrero de la entrada al área indicaba claramente un “prohibido el paso”. La enorme fachada, a duras penas, era lo único que quedaba en pie del templo y, de esta, el elemento que la definía como la parte frontal de una iglesia era el campanario que se erguía dominando la vista general con su misteriosa belleza.
“¿Y si subimos al campanario?”, preguntó Gonzalo. “No hay forma, la entrada está soterrada desde siempre”, respondió Javier. No hizo falta que se pusieran de acuerdo, los tres empezaron a escalar aferrándose a los ladrillos sobresalientes de las maltrechas paredes hasta que alcanzaron la cúspide. La vista los dejó embelesados. Más los sorprendió encontrar una escalinata en forma de caracol descendiendo en las entrañas de la torre. Armados con la linterna de los celulares comenzaron a bajar los peldaños de piedra hacia la oscuridad.
El graderío los condujo a la entrada de la primera planta que, efectivamente, estaba obstruida por escombros. En el suelo había un boquete “¿A dónde llevará?”, preguntó Ernesto. Javier solo subió los hombros indicando con el gesto que no sabía. “Sin duda estará lleno de arañas”, indicó con asco Gonzalo. “Pues, manos a la obra”, indicó con decisión el primero.
Era un túnel y, efectivamente, estaba lleno de unas arañas horrendas con forma de cangrejo, otras alimañas, decenas de murciélagos y un olor rancio producido por la humedad. Lo empezaron a recorrer hasta que encontraron una trifurcación. “¿Les parece si tomamos la de la derecha?”, sugirió Ernesto. Caminaron unos metros más y se toparon con otras dos entradas. La curiosidad y el ímpetu adolescente les hizo tomar el de la izquierda. Así continuaron adentrándose en las entrañas de aquella red de pasadizos hasta que cayeron en cuenta que se habían perdido. Cuando trataron de deshacer el camino les fue imposible recordar por dónde habían venido. Aterrorizados, mientras recorrían opciones que los extraviaban cada vez más, experimentaron todavía más horror cuando horas después sus celulares se fueron apagando uno a uno por falta de batería. En su desesperación jamás se les ocurrió llamar para avisar de su situación, conectar el GPS o utilizar algún otro recurso, dieron por sentado que no había señal.