Tiempo real (la morgue) imagen

Sucesos extraordinarios que muchas veces no se pueden explicar. A veces, es inevitable enfrentarse con lo paranormal.

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Los forenses ya se habían retirado y el recinto entraba en la calma engañosa del final de día. La mañana había sido relativamente tranquila; la tarde, un poco más movida. Pese a lo mediática que fue la jornada y que hubo que atender a varios periodistas por una celebridad muerta, por fin el trabajo estaba hecho. En el lúgubre edificio quedaron dos ayudantes que aquella noche tenían turno extendido para lavar el ensangrentado cuarto de las autopsias. Tres de seguridad: uno en la garita, otro frente al monitor de las cámaras y el tercero haciendo rondas periódicas. También estaba doña Adela, la señora de la limpieza, esposa de uno de los guardias que dormitaba en el cuarto asignado a la pareja. Fue, esta última, la primera en notar el chirrido a lo largo del corredor frente a las habitaciones de empleados. De inmediato, se santiguó y se cubrió la cabeza con la sábana.

Pedro observó algo inusual en el monitor de la cámara 6, al mismo tiempo que la temerosa mujer se escondía bajo la colcha. Frunció los labios convencido que le estaban jugando una broma. Una camilla deslizándose despacio, pero con rumbo determinado, se detuvo frente a la habitación de Adela y José Concepción para perder su inercia al mismo tiempo que Luis, junto a Juventino, cerraban la puerta de la morgue unos metros más adelante. Ambos, como si estuvieran conectados, subieron los ojos al cielo y se dirigieron al camastro rodante que estaba a medio camino. Juventino le preguntó a su compañero “¿tembló?”. Luego, sin ponerse de acuerdo, ambos lo empujaron de mala gana a su lugar y comenzaron a deshacer su camino rumbo a la cocina.

Por el otro extremo, Gemail, que terminaba su segunda ronda, los observó con una sonrisa de oreja a oreja. “Estos parecen cuaches”, pensó. Los iba a llamar cuando la voz se le ahogó de golpe. La camilla, como si tuviera vida propia empezó a seguirlos. El ruido de las llantas metálicas los paralizó helándoles la sangre. Pedro, desde su posición frente a la pantalla, sintió como se le escapaba el aire de los pulmones y llamó, entre resuellos a Chon, que estaba en la garita tonteando con el celular, para que viera por la pantalla. En esas estaban todos cuando se escuchó el grito aterrador de Adela. 

En el otro plano, el que no todos los humanos podían percibir, una niñita empujaba con una risita traviesa la camilla. “Vamos, juguemos los tres”, les dijo, pero ellos no la escuchaban. Solo podían ver el movimiento de la camilla. Con desánimo se percató de que le tenían miedo y que, despavoridos, salieron huyendo. Gemail, valiente como era, al ver que los otros dos corrían, tomó el camino de regreso para rodear el edificio por la parte posterior. “Mala idea”, pensó, mientras ponía los pies en polvorosa, “acá no hay luz”. La niña atravesó la puerta de la habitación y, frente a la cama, le dijo a la pobre de Adela: “Mis amigos no quieren jugar conmigo”. Ella, sin destaparse, gritó bajo las chamarras lo más fuerte que pudo antes de expirar por un infarto. La niña, muy contenta le dijo: “¿Vienes a jugar conmigo?”, a lo que la otra respondió: “Sí querida, enseguida voy”.

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