Como ya he contado en algunas ocasiones, vengo y voy a diario a la Antigua Guatemala. Trayecto de 38 kilómetros que me toma, para entrar a la ciudad, entre hora y cuarto y tres horas y media, si no hay un accidente de por medio. Tiempo que administro de diferentes maneras con audiolibros, mi música disco a todo volumen, noticias nacionales y, dependiendo de mi estado histriónico, mentando madres a diestra y siniestra.
Para hacer corta la historia, el pasado 4 de febrero y durante el atasco provocado por algunos simulacros escuché un programa que trataba el tema de los desastres naturales. Dos hábiles periodistas de mi generación entrevistaron a cuatro peritos sobre el tema, que no llegaron a contestar qué pasaría hoy, en este país, si hubiera un terremoto devastador. Creo que eran políticos porque la respuesta siempre fue hábilmente dirigida al terreno de los logros que se habían alcanzado, sobre papel, por supuesto, desde la catástrofe de 1976.
Uno de los locutores, tratando de sacar alguna luz sobre el asunto, comentó que había escuchado que muchas de las construcciones verticales del país tenían el número de cuartos equivalentes a la cantidad de hermanos que mandaran remesas desde los EE. UU. La cosa es que no hubo manera de llegar al meollo del asunto y por ello nos quedamos sin sustancia y a ciegas. Por supuesto, en el camino se dejó entrever, sin mencionar por su nombre la palabra corrupción, que algunos ingenieros podrían estar utilizando materiales de dudosa calidad y que esto tendría alguna consecuencia a la hora de algún evento sísmico.
¿Y las casas que son construidas a la brava? Los productos de arquitectos empíricos que dirigen a atrevidos albañiles que se avientan a todo. Aquellos emprendedores que consiguen crear mansiones con elementos yuxtapuestos, equilibradas espontáneamente a orillas de escarpados barrancos, en singulares composiciones modernistas. Expuestos no solo a los seísmos, ya que los inclementes elementos naturales les ofrecen el peligro necesario para vivir al filo de la muerte.
Ya sé que me van a decir que soy un pesimista. Los mismos que viven en medio de un musical tipo “Lalaland” dirán que crea en voluntades extraterrenas, que tenga fe y que no va a pasar nada. ¿Se acuerdan, queridos lectores, de lo sucedido en los volcanes de Fuego, Pacaya y Santiaguito? Muy encomendados al cielo, pero como dice la máxima “ayúdate que yo te ayudaré”. Los que vivimos el terremoto de 1976 entendemos, con toda claridad, lo que podría pasar en Guatemala en colonias como La Limonada, la montaña de Mixco, comunidad asentada en la bajada de Las Cañas o el barranco del Incienso. Por la cantidad de avisos que la tierra está dando, puede ser que estemos al filo de un nuevo cataclismo.