Vivimos un tiempo más que particular. Somos parte de una época que se jacta de ser inclusiva pero que, en la práctica, ejerce la exclusión como método articulado hacia la desigualdad. Lapso de singularidades contradictorias en cualquiera de las direcciones que uno apunte. Nada es políticamente correcto y todo puede ser posible, incluso lo absurdo. Las redes sociales, adalides de las noticias falsas, alimentan un imaginario de odio, ridiculización e ignominia. En la fe nadie queda bien parado. La Navidad, Día de Acción de Gracias, 12 de Octubre, 20 de Octubre, la Semana Santa, el Día del Padre (con la madre casi nadie se mete), entre otras muchas fechas, dan pábulo a las hogueras del descontento. Los que comen carne y los que no tocan productos animales. Los que están en pro de la guerra y los pacifistas (que destruyen el trabajo de otros para ejercer su derecho de expresión); en fin.
El encabezado de este relato va entrecomillado, ya que es el título de una obra teatral, premiada a nivel nacional, escrita por Sophia Mertins. Me pareció el título indicado y perfecto para este relato. El loro de mi familia, Arturo, murió el 7 de enero seguramente por vejez. Como corresponde a esta era, subí su foto a Instagram y a Facebook con una pequeña esquela, en la que señalé el año en el que llegó adulto a la familia, 1976, y que había pertenecido a mi mamá. Inesperadamente el post lleva casi las quinientas reacciones, a las que se suman significativos de gratificantes mensajes y “Emoji”. Reacciones que reflejan el vínculo que muchas personas afines a mi persona mantienen con sus mascotas.
En este universo, lleno de fronteras, no falta quien no me haya indicado que en Guatemala hay niños muriéndose de hambre mientras que nosotros estamos de duelo por un pájaro. Y no dejan de tener razón, hasta cierto punto. Sin embargo, y en otro orden de prioridades, las mascotas que llegan a nuestras familias hacen mejor nuestra existencia. Uno generalmente las elige, las cuida y ellas, de alguna forma, nos brindan compañía y en casos excepcionales expresan su amor incondicional. Las aves, gatos, perros, hámsteres, peces, iguanas, tortugas, gallinas, patos, equinos, llenan un universo que solo lo pueden entender quienes tienen la disponibilidad de convivir con ellos e integrarlos a su núcleo familiar. Y no es que se les prefiera como evasión sobre las desgracias de otros humanos, estos seres también comparten espacio con nosotros en la naturaleza y es necesario protegerlos de la indiferencia.
La premisa de que todos los loros se llaman igual no es correcta, aunque las coincidencias requeteabundan. La tendencia del humano a proteger a sus animales y otorgarles amor, sí. Claro que también hay excepciones. Mientras los centros urbanos crecen y los círculos sociales se ven afectados por las distancias, la necesidad del contacto muchas veces es superada en la relación de compañía mutua que surge entre las dos especies.