Don Manuel era de aquellos maestros que sus alumnos idolatraban. Serio, pero cálido. Directo e ingenioso y hasta un poco teatral. Con un poco de ingenio, siempre conseguía insuflar, entre sus estudiantes, respeto por el conocimiento y los libros. Buen consejero, prudente y sabio en la filosofía de la vida, gozaba de una merecida popularidad entre los padres de sus pupilos por su afamada entrega. Casi todas las promociones de bachilleres de los últimos cuarenta años habían llevado su nombre y con ello, gozó del prestigio que lo acompañó en vida. Una luz en la oscuridad de un pueblo marcado por la tragedia.
Su primer protagonismo como líder se manifestó por el temple que demostró en los momentos más tristes de la comunidad. Una ola de secuestros de niñas pequeñas, de unos 5 años, era la sombra que entristeció por décadas el espíritu de los pobladores y él, con una entereza de gladiador, organizó la persecución que intentó atrapar al o a los secuestradores. Caza infructuosa por la astucia del malhechor.
Don Manuel tenía algunos secretos que no se desvelarían hasta su muerte. Entre ellos, que era coleccionista de muñecas. Al terminar sus jornadas laborales y sociales, se encerraba en el sótano de su casa para jugar con ellas. En la soledad las peinaba, bañaba, les intercambiaba pelucas, incluso, les cantaba siempre su canción favorita: “Muñequita linda”. Ese recinto sería testigo de soliloquios en los que les prometía a sus criaturas que “las iba a cuidar como si fueran sus propias hijas”. Que “jamás se separaría de ellas” y que él velaría para que “nunca les pasara nada”. Como consideraba que era importante que no hicieran ruido, para que el secuestrador no las encontrara, les zurció la boquita.
La última vez que se le vio con vida fue el primero de noviembre, en el campo fútbol, en donde ayudó a algunos muchachos con las colas de sus barriletes. Les enseñó cómo mandar mensajes a los muertos y se divirtió, toda la tarde, comprobando qué cometa llegaba más lejos. Nadie se dio cuenta cuando se separó del grupo para auxiliar a una niña que se había separado de sus padres. “Muñequita linda”, le dijo, “yo te voy a cuidar… ¿Quieres ver más de ciento cincuenta muñecas que he atesorado a lo largo de mi vida?” La niña, que lo conocía, le tendió la mano y se fue con él.
Don Manuel murió aquel primero de noviembre en su sótano, de un infarto. Dos días después descubrirían su cadáver, el de la niñita perdida en los campos de los barriletes y el de otras cuarenta y cuatro pequeñas. Además de unas ciento veinte muñecas. A todas les había arrancado el cuero cabelludo, intercambiándolo. Pelucas que, incluso, engrapó en algunas de las cabezas de las criaturas. A todas les zurció la boca. El calor seco de la región las había desecado y muchas de ellas parecían pequeñas momias, cuyos gestos de terror relataban el calvario por el que pasaron antes de morir.
Luego del masivo entierro, los restos de don Manuel fueron descuartizados y ofrecidos a los cerdos. La curandera del pueblo realizó un ritual con sus vísceras. Según sus creencias, condenó su alma a purgar en la oscuridad y la soledad por los siglos. Hay quienes cuentan que en las noches, en las que hay viento, se escucha el llanto de un hombre que entre sollozos canta “Muñequita linda”.