¡Azúcar! Cada vez que comienzo una dieta me deprimo porque no puedo comer azúcar. Quitarme la cucharadita que le pongo al café es exageradamente difícil para mí.
Hace unos días me dieron una excelente noticia y lo primero que pensé fue: ¡quiero una Coca Cola! Sin duda, mi hambre emocional se alimenta de esas dosis diarias de azúcar.
Cuando estoy triste me pasa lo mismo, necesito un chocolate urgentemente.
De hecho, mientras escribo este texto me entra una ansiedad enorme solo de imaginármelo en mi boca.
Hace unas semanas hacíamos el recuento con mi mamá de los “alimentos” que consumía de pequeña. Mi primera cita con el azúcar fue a los seis meses. Sí, la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dicta que antes del año no se recomienda la ingesta de azúcar en niños y su recomendación se extiende, preferiblemente, hasta los dos años.
Yo a los dos años ya había probado el elixir del azúcar: cereales de caja (de todos los sabores según dice mi mamá), Milo, leche Klim, Nido, leche saborizada Gold Star, Nesquik.
Recordar mi fruta favorita es difícil. No critico a mi mamá, era la información que ella tenía a la mano en ese momento.
Escribir una nueva historia con mis hijas ha sido un reto en una sociedad que está atrapada por la industria desleal de los alimentos para niños.
Mis hijas pueden pasar semanas sin probar una gota de azúcar, únicamente la que contiene la fruta. Llegar a esto me ha costado etiquetas y alguna mirada de desaprobación.
“Son niños”, me decía un familiar cuando amenazaba meterle un sorbo de turrón a mi bebé de 9 meses.
No crean que soy la mamá loca que no deja que coman dulces. ¡Claro que los comen! Pero yo no los ofrezco en casa. Mi regla es: “No ofrecer no negar”. Si van a una piñata pueden comer los dulces que quieran, si alguien les ofrece por cortesía, también.
En el balance está la felicidad de los niños. El reto hoy es que puedan ser felices con un dulce, también por una manzana.
Crear hábitos saludables es posible. Hace unas semanas tenía un panqueque de espinaca en el plato de Isabela y una jalea que compré para hacer un postre. Rompí la regla y decidí untarle un poco de esa jalea que para mí resulta deliciosa.
Mi hija me reclamó que por qué le había puesto esa jalea que prefería un banano encima. Me sentí orgullosa de su petición.
Crear conciencia de cómo estamos alimentando a nuestros hijos a veces cobra un par de malas miradas o que nos tilden de “exageradas”. Posiblemente, esas etiquetas valdrán la salud de mis hijas y eso vale más que mil insultos.