Hace un par de noches viajé en Uber, rumbo a mi hogar. Tomé el vehículo en la calzada Roosevelt y me dirigí a la ciudad de las rosas. Al subirme al vehículo me percaté de que algo raro estaba pasando. El muchacho, que conducía aquel símil de raspador de hielo, se sobresaltó cuando se dio cuenta de que tendría que salir de la metrópoli. Eso se lo noté a leguas. Sin embargo, muy educadamente, hizo los honores del caso ofreciendo carga para mi celular, un dulce, aire acondicionado o caliente, la música de mi preferencia, etcétera. Luego de eso, cayó en un silencio sepulcral. Yo, como cada fin de jornada, me entretuve con lo mío.
Luego de perder las cinco vidas del Candy Crush, revisar mi Messenger, Facebook, Twitter, Instagram y algunos WhatsApp, comencé a conversar con él. Me di cuenta, por su charla, que no estaba enojado, pero que sí, en efecto, algo lo tenía preocupado. Como el resto de sus compañeros, era amable y, aunque algo distraído, platicador. Y así, entre una cosa y otra, me di cuenta de que él, lo que tenía era miedo. “No me gusta salir de la capital, de noche”, me dijo. “Me han pasado algunas cosas raras y no sé por qué me conecté”, añadió. Como ya íbamos llegando a San Lucas, no le sugerí finalizar el viaje allí. Un poco más de cháchara y conseguí que me contara su historia.
Me narró que hacía unos días había aceptado un viaje a Escuintla, luego de salir de la universidad. Aunque tarde, la carrera prometía una buena ganancia, así es que la tomó y sin pensarlo dos veces. El destino, uno de los ingenios de azúcar. Lo que nunca se imaginó es que el casco de la finca estaba ubicado al final de un interminable y oscuro sendero abierto entre la caña. Según me indicó, lo primero en que pensó es que tendría que hacer solo el trayecto de regreso. Como efectivamente sucedió.
Cuando dejó a los pasajeros, se persignó y comenzó el viaje de retorno. Poco más adelante y amparado en la total oscuridad, decidió echar una araña rápidamente. No había terminado de orinar cuando escuchó que algo se movía en los matorrales y se acercaba rápidamente hacia él. “Los chuchos me van a morder”, pensó, y brincó al carro sin dilación. Echó llave a la puerta y arrancó el KIA. Frente a él apareció una harapienta y sucia mujer semidesnuda. Se quedó sin aliento. Su mirada, amarilla y oscura, lo acechaba como a una presa de caza. Aceleró y le pasó encima. Varios metros adelante paró en seco para ver, por el retrovisor, qué había sucedido con aquella aparición. Se tropezó con aquellos ojos, ahora dentro del vehículo. Lo último que recuerda, antes de perder la razón, fue la lengua de aquella mujer, larga, húmeda, hedionda, engusanada y serpenteante, posándose sobre su nuca. Así lo encontraron la mañana siguiente, desmayado.
Yo, ante la confesión, conmiserándome con él y no exento de malicia, lo consolé y le recomendé que tuviera cuidado en el regreso. Que en el camino de retorno entre la Antigua y San Lucas, se aparece una mujer albina vestida con un traje regional. Quienes la han visto, le comenté, narran que corre hacia los carros provocando accidentes. El chico, según me manifestó, dormiría aquella noche en un hotelito a la vuelta de mi casa. Dijo que ya no volvería a trabajar de noche.