Somos una sociedad polarizada, de eso no cabe duda. Los intereses de unos atentan con los de los otros y los de algunos pocos, con los de todos los demás. No hay, en este universo de conceptos, una claridad inequívoca que haga claras las fronteras de lo que sí y lo que no. Y eso que la Constitución dice que todos somos iguales. Muchos obnubilados, inclusive, llegan a pensar que estos derechos que reclama no le implican ningún tipo de obligación, olvidando que sus acciones siempre acarrean consecuencias.
Algunos inconscientes manejan una filosofía de vida que se refleja en faenas cotidianas como el manejo de su basura, la utilización de recursos, el entendimiento de los signos de tránsito, su trato con otras personas en lugares que ofrecen servicios o la relación social (yo primero, yo después y yo de último). Simplemente son inaptos cuando no ineptos. Vivir en condominio puede ser el maravilloso ejemplo de disfuncionalidad comunitaria. Cultivo complejo que, sumado a infinidad de “fíjese”, puede dibujar el perfil de un país culturalmente atrasado. Claro, hay suficientes excepciones y es por ello que finalmente funciona la nación.
El otro día, las redes sociales echaban pólvora al fogón con la noticia del singular establecimiento que les vedaba la entrada a niños menores de cierta edad. A partir de ese momento, y en una investigación aleatoria, comencé a preguntar a los camareros de los restaurantes: ¿Qué tipo de travesuras hacían los niños que no eran supervisados por sus padres? La respuesta más usual resultó ser el taponamiento de inodoros con todo tipo de objetos; seguido, increíble, por meter las manos en los platos de otros comensales antes de ser servidos; suena, por las veces que pasa, a que fuera una especie de “challenge” consensuado. Gritos disonantes, carreras entre las mesas, derramar bebidas sobre los manteles, lanzar comida a niños de otras mesas y un sinfín de acciones equivalentes a la desbocada naturaleza infantil.
¿Y los papás? Ausentes en su mundo, sin prestar atención a las acciones de sus hijos. Entonces comprendí que los negocios que no permiten el ingreso de niños a sus locales han creado una estrategia encaminada a no recibir “tatas” despreocupados e incapaces de cumplir con su misión formadora. Progenitores que, usualmente, atemorizan a los maestros de las escuelas. Adultos que no son capaces de respetar las reglas en las residencias comunitarias que comparten con otros vecinos. Hombres y mujeres que, como sus hijos, no entienden que ellos no son los dueños de la calle y que las normas también son para que ellos las respeten.
Los niños son maravillosos. La nueva pedagogía los debe llevar de la mano en el descubrimiento de sus potencialidades. Los padres, por su lado, deben acompañar y orientar la madurez evolutiva con sapiencia, paciencia y buenos ejemplos. La época de la chancleta formadora desapareció del panorama, pero en cambio hay un sinfín de acciones complementarias que pueden llevar al infante a un universo creativo y, al mismo tiempo, a una integración social efectiva. Una senda que ellos van descubriendo en el camino de los libros, encuentro de aptitudes y proyecciones personales. En fin, el corolario de esta historia es una invitación para que no le dejen afuera a sus niños. Y eso, porque usted es un mal padre.