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Un niño desaparece del hospital a las pocas horas de haber nacido. Sus padres los buscan toda la vida hasta que se topan con una dura verdad.

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SAMUEL. Por Guillermo Monsanto.

Samuel nació a eso de la media noche. No fue un parto fácil, pero finalmente madre e hijo salieron triunfantes de la ominosa labor. La mamá, estoica, no podía estar más orgullosa de su bebé y, este, grande y sano, un poco mallugado, se lució ante la concurrencia. El padre, henchido de felicidad, mostró a diestra y siniestra los cinco lunares característicos de su familia alineados debajo del mentón de la criatura. Luego del revuelo y de echar literalmente a la calle a la bulliciosa comitiva, el hospital se sumió en el sopor de la madrugada.

A eso de las cinco de la mañana la policía abarrotó el vestíbulo del nosocomio. El niño desapareció de la cuna alrededor de las cuatro y media, cuando la enfermera abandonó su puesto para ir a traer un café. A su regreso de la cocina al cabo de diez minutos, fue a revisar y descubrió, horrorizada, que Samuel ya no estaba. El alma se le cayó a los pies; no le quedó más remedio que dar la voz de alarma; se habían robado al infante durante su turno. Aquel fue el quinto niño desaparecido de algún sanatorio por aquellos días y el número diecisiete de una ola de secuestros de recién nacidos varones en la meseta central del país.

No se pudo hacer nada. La policía se movilizó en vano haciendo registros y siguiendo pistas falsas hasta que un día dejaron de buscar. Los familiares de los desaparecidos, con el correr de los años, fueron cejando en su afán de localizar a los pequeños. Se resignaron, sencillamente. Todos claudicaron, excepto Luz y Josué, los padres de Samuel. Si encontraban una posibilidad, la seguían hasta el final. Fue siempre un ejercicio nulo. No hubo pistas de aquellas criaturas hasta que un día Josué sugirió algo que, en un principio, desorientó a su mujer “¿Y si visitaban a una médium?” “¡Josué, por Dios, somos cristianos… no creemos en esas cosas!”

Luego de discutir por un par de semanas, fueron con una reputada vidente que finalmente los condujo a su hijo. Sus restos, ya casi desdibujados por el tiempo, reposaban en el fondo de un poso artesanal abandonado. Samuel apareció junto al resto de los siniestrados. Todos habían sido despedazados. Las pruebas de ADN les brindaron la certeza que les trajo paz al corazón, por un lado, y una profunda tristeza por el otro. La información que se encontró en el fondo de aquella fosa finalmente brindó los datos suficientes para determinar que habían sido víctimas de un cruel ritual satánico. Al menos podrían enterrar los pocos huesitos identificados e ir a una tumba a llorar su memoria. Hoy, a casi tres décadas del evento, la pareja sigue buscando al o a los hechores. No saben que el asesino es una persona muy cercana a ellos y, que muchas veces, han estado a punto de identificarlo.

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