La decisión fue perentoria. La madre o el tercer bebé. La medicina del siglo XIX nada podía hacer por proteger la vida de los dos. Eduardo lo decidió sin dudarlo: “salve a la madre”. Cuando ella lo tuvo en sus brazos, envuelto en su colcha, grande, sano, perfecto, pero muerto, no pudo más que sumirse en una enorme depresión. José Eduardo, así lo bautizó antes de enterrarlo, iba a vivir el resto de la vida en su corazón. No le perdonó jamás a su esposo haberlo sacrificado y esto terminó distanciándolos irremediablemente. No importaba si ella fue rescatada de la muerte. Acaso “¿no era él suficiente padre para criar a los tres niños solo?”
Guatemala estaba convulsa políticamente. Recién había caído el gobierno conservador de Vicente Cerna y no era tan seguro estar en la capital. Por ello la familia decidió trasladarse a la finca, en el departamento de Santa Rosa. Los niños supervivientes, José Andrés y José Pablo, crecerían sanos y seguros. Y así sucedió. Allá fue fácil conseguir una nana y un tutor que, tempranamente, pudiera encaminar las costumbres y educación de ambos hermanos. El resto lo hicieron, con amor, la madre y la abuela materna de los niños. El padre, como correspondía a su rango, fue firme, frío y distante, completando con ello el círculo educativo que se esperaba de cualquier señorito de bien de la aquella época.
Hacia los 8 años, cuando ambos críos ya podían escribir, realizaron una travesura que comprometió fatalmente la vida del mejor alazán de la cuadra. No hubo poder femenino que los salvara de la azotaina que les dio Eduardo. Ellos, en silencio, aguantaron los cinco correazos que les correspondían por la travesura.
En la noche, sentada la familia a la mesa, en silencio absoluto como correspondía a las costumbres de la época, sucedió el primer evento. Los cuaches, como les decían en el pueblo, entraron en un trance que dejó sin habla al resto de la mesa. Primero, fueron balbuceos emitidos al unísono. Su voz, gutural, grave, no correspondía a la de su edad. Luego, también simultáneamente, dijeron con un tono de niño muy enojado: “no estoy muerto mamá… soy José Eduardo”. Ileana se desmayó. Ambos pubescentes, luego de una buena zarandeada, se fueron a la cama, sin entender muy bien qué había pasado.
Al día siguiente, fueron separados. Uno al comedor y el otro a la sala del piano. El tutor se la pasó la jornada entera de una sala a otra. Cuando recogió los folios en donde habían desarrollado su tarea tuvo que sentarse para recobrar el aliento. Frente a Eduardo e Ileana juró por Dios que los niños no habían tenido oportunidad de estar juntos en toda la mañana. Que aquella, además, no era su caligrafía y, lo más raro, no había una sola diferencia entre los textos. Si se ponían a trasluz, parecía que uno fuera calcado del otro. Más alarmante fue que del contenido del escrito no tenían noticia más que los dos padres: “papá… Asesino. No te perdono” y así la plana en todas las hojas. Los muchachos y sus padres vivieron atormentados por aquellos eventos hasta que un día, cuando el padre murió cuarenta años después, cesaron de golpe.