Ayer celebramos el Día del Niño y es pertinente reflexionar acerca de los años del esparcimiento y la diversión, aquel tiempo donde el agua que mojaba nuestros cabellos no era una catástrofe. ¿Cuándo fue la última vez que llovió y nos mojamos adrede? Que sentimos gusto y diversión al hacerlo. Hemos perdido esa hermosa costumbre, la de saltar en los profundos charcos de agua y mojar nuestros calcetines, sin que eso importe. Claro ahora nos mojamos, pero por mero descuido, casi por accidente.
Desde luego abrimos nuestros paraguas, vestimos ropa impermeable, colocamos, folders, suéteres, cuadernos, libros, periódicos, bolsas plásticas, casi cualquier objeto, con el único fin de evitar el aguacero. Corremos en la búsqueda desesperada de un refugio, debajo de un techo, en el interior de un vehículo, dentro de un bus, mercado, tienda o supermercado.
Nos esforzamos por evadir la lluvia, odiamos mojar nuestra ropa, arrugar nuestro traje, ensuciar nuestros lustrados zapatos. A veces, cuando nos mojamos, esperamos que sea lo menos posible. Ojala nuestras camisetas tengan algo de seco, porque odiamos temblar y ver como se nos escurre el agua por la frente y las mejillas.
Es casi socialmente inaceptable, el agua solo es permitida en los centros turísticos y en las regaderas calientes, muy calientes, en la calle ¡no! Nos hemos auto impuesto la prohibición de mojarnos bajo la lluvia.
A veces nos mojamos por puro accidente, por desdicha, desfortuna. La lluvia en nuestras ropas es casi un sinónimo perfecto de fracaso, es una prueba fehaciente de lo horroroso que fue nuestro día.
Llegamos a casa empapados de nuestra frustración, irritados, al borde del precipicio, desolados, tristes y amargados.
No siempre fue así, hubo un tiempo, han pasado tantos inviernos que la memoria parece haberlo olvidado, en que la lluvia en nuestros trajes sastre no fue tan atroz.
Hubo un tiempo, carajo, ha pasado tanto que cuesta mucho recordar, en que el chubasco vespertino se convirtió en un arcoíris y pintó un día gris de mil colores.
Hace cuánto tiempo que el aguacero no nos saca una carcajada elocuente, hace cuánto que no nos entristecemos con la ida del invierno, hace cuánto que no vemos en la lluvia, una sonrisa caudalosa de alegría en el rostro de un amigo.
Hace cuánto jugar fútbol no se hace más divertido con la lluvia, hace cuánto que no reímos al sentir el ardor de la pelota húmeda en nuestro muslo. Hace cuánto que esa niña, ahora preocupada porque se le corrió el maquillaje, no extiende sus brazos y acaricia cada gota con apacible y entrañable ternura.
La lluvia, la maldita lluvia, ya solo es caos vehicular, accidentes desafortunados, cielos grises y tristes. El aguacero, el granizo, hace mucho dejó de ser pequeños cubos de hielo para nuestros frescos, ahora más bien son pedradas lacerantes que golpean bruscamente los vidrios de un carro, que para colmo se fue en un agujero, por esa maldita lluvia.
No siempre fue así, no siempre fue tan difícil, hubo algún tiempo que esa brisa acelerada sobre nuestra piel despertó hermosos sentimientos: alegría, amor, emoción. Hace cuánto que no besamos con humedad, con pasión y sin prisas bajo la lluvia.
Hace poco más de cuatro años una niña llena de luz llegó a mi vida. Me sacudió todo por dentro y me ha enseñado mucho de lo que alguna vez, no recuerdo en qué momento, olvidé. A su lado le perdí miedo a jugar, he vuelto a saltar en los charcos y a veces en las noches me pide que bajemos a sentir la lluvia. Hace cuatro años mi sala es un cuarto lúdico y desordenado a tiempo completo, en vez de muebles hay una casa de madera, en vez de sillones, hay una bicicleta, un carro, decenas de muñecas, trastes y otros coloridos objetos.
Hace un par de meses esa niña curiosa y juguetona se convirtió en hermana mayor. En algunos años, esa niña balbuceante que apenas descubre el mundo, nos re enseñará a ver la vida con ojos lúdicos. Saltaremos en los charcos y así reinventaré una nueva niñez, como lo he hecho hasta ahora.
Hubo un tiempo mejor… cuando éramos niños.
“Crecer no es el problema. Olvidar lo es”. Antoine de Saint-Exupér. (El Principito).