Durante toda su vida, incluyendo los momentos de oscuridad, Manuel Antonio fue siempre considerado una persona de bien. Buenos días, con su permiso, mi nombre es ¿le puedo servir en algo? Eran parte de su repertorio. Levantarse para saludar, ceder su silla y, hasta su puesto, a quien lo necesitara. Un caballero, en todo el sentido de la palabra. Trabajador como ninguno, labró una sólida reputación que lo acompañó más allá de la muerte.
La fortuna fue a su par a lo largo de la vida, y aun, cuando eventualmente le sucedieron cosas malas, siempre salió medianamente librado. El amor le llegó copiosamente, siempre con las intensidades correspondientes a cada momento evolutivo del cronómetro de la edad; con alegrías y tristezas, con duelos y renacimientos de nuevas esperanzas. No guardó rencores y no le guardaron odios. Todas, en su momento, fueron las amantes ideales. Para todas fue, el caballero de ensueño.
A los cuarenta y dos iniciaron las trasformaciones; principió a escasear el pelo de la coronilla y con el cambio de metabolismo, el aumento de peso. Acrecentó, en el lapso de cinco años, sesenta y nueve libras, no hubo medicinas, ejercicios o dietas que funcionaran. Cada subida de talla, cada pelo perdido, significó desconcierto, tristeza y hasta desolación. Las circunstancias le convirtieron en invisible, según él, había pasado su mejor momento.
Una noche, durante una exposición de pinturas que terminó en after party, se reencontró a un antiguo compañero de la U. Le sorprendió verlo delgado, aunque un poco demacrado, y desesperado le preguntó que “cómo le hacía para no aumentar de peso”. Él, un poco dudoso debido a la buena reputación de su amigo, le dijo que “estaba delgado gracias a un polvito mágico que le inhibía el hambre”; no hizo mucha falta entrar en explicaciones. Manuel Antonio entendió a la primera, su condiscípulo de juventud le estaba hablando de cocaína. No lo pensó dos veces.
Durante el primer mes esnifó un par de veces antes del almuerzo y de la cena. Y fue cierto, empezó a bajar de peso y, sin percatarse, también a consumir más. La sensación de frenesí, la energía era agradable, el ímpetu sexual, le llevaron por caminos nocturnos nunca explorados. En poco tiempo resolvió lo del peso, pero los próximos diez años se la pasaría pegado a su pajilla y con dos o tres colmillos esperándole cada noche. Cuando por fin dejó la cocaína, se dio cuenta que estaba más solo que nunca y que necesitaba rescatar el tiempo perdido. Así lo hizo, hasta que el corazón le falló debido a las bebidas energizantes que sustituyeron la falta de energía. En su funeral todos lo recordaron por sus virtudes y el modo discreto en que llevó la vida ¿Moraleja? Ninguna, ustedes saquen sus conclusiones.