Este relato es la sexta historia (parte dos) de la saga “Historias de Pueblo” contadas por Alfonso R. Ceibal e inmortalizadas por la pluma de Juan Diego Godoy.
Cuando pasaron más de seis horas desde que los cinco niños se habían marchado, el pequeño pueblo comprendió que la fogata del gigante ardía más que nunca por los huesos de sus hijos. La carne de conejo no le había bastado al gigante y si ya había probado y gustado de otro sabor, no había vuelta atrás. La discusión se hizo entre los jefes del grupo, a murmullos y en la oscuridad de la noche. Las madres estaban muy preocupadas llorando. Los otros niños muy asustados en el regazo de sus madres. Una atmósfera de incredulidad y terror invadió, sin preguntar ni avisar, al pequeño pueblo.
La decisión no fue fácil, pero necesaria. Se irían de inmediato de aquel lugar y caminarían hasta que los pies les sangraran, todo fuera por alejarse de aquel hombre de tres metros. La madera fina ya no les importaba. El fuego y el calor que los acolchonaba en las noches frías de Huehuetenango era lo de menos. Temían por sus vidas. Dicho y hecho, en cuestión de horas todos se marcharon del Valle del Esquizal.
El gigante bajó del cerro a la mañana siguiente, preparado para reunir cuánta carne humana pudiera. Pero sus deseos carnívoros se toparon con un valle vacío, fantasma y abandonado. No quedaba nadie. Sus víctimas se habían marchado en cuestión de horas y estaba seguro que jamás las volvería a ver. El hombre de tres metros, barbas grises y un largo abrigo de piel lanzó una maldición en aquel valle. Juró con todas sus fuerzas que cualquier asentamiento humano sobre aquellas malditas tierras sería castigado por la furia de la naturaleza. Desde ese día, aquel valle quedó encantado con el rito del gigante. Y aunque este personaje murió (o se marchó) algunos años después, el conjuro jamás se deshizo y le pasó factura a sus primeras víctimas, algunas décadas después.
La misma maldición, en 1903
Nadie sabe cómo y los datos en los libros de historia son confusos. Quizá por su buena ubicación y sus tierras planas, el Valle del Esquizal recibió a unos nuevos inquilinos, claramente ignorantes de lo que había sucedido allí en la época precolombina. Lo que si está claro es que los nuevos terratenientes comenzaron a poblar el lugar en cuestión de días. Unos meses más tarde ya había todo un pueblo construido y funcionando en aquel lugar. La vida era buena, las noches frías, los recursos ricos y las sonrisas varias.
Era finales de 1800 e inicios de 1900 y todo marchaba bien. Los pobladores comenzaron a sembrar palos de aguacate por todo el lugar, regocijándose de la calidad de la tierra de aquel lugar. El único infortunio de aquel valle eran las frecuentes inundaciones por el crecimiento del Río Seleguá, que nace en la Sierra de los Cuchumatanes y recorre el departamento de Huehuetenango hasta cruzar la frontera con México. Más allá de un poco de agua, las preocupaciones eran nulas. El pueblo se había consagrado a San Sebastián El Mártir (mismo nombre que lleva el municipio) que murió en Roma luego de ser azotado y torturado con flechazos sin piedad. Curiosamente, el culto a San Sebastián es muy antiguo y aunque en Europa fue invocado contra la peste y contra los enemigos de la religión, y llamado “el Apolo cristiano”, en América era uno de los santos más reproducidos por el arte en general, sobre todo por la causa de su muerte que emocionaba a los pintores. Bajo el mismo nombre, poco tardaron en construir la iglesia dedicada a este santo y decorarla con una estatua del mismo en la fachada frontal.
Pero el fervor a San Sebastián no pudo con la maldición que hace años había lanzado un gigante de fuerza y altura inexplicables contra quienes habitaran aquel valle. Un mal día, en 1903, el Río Seleguá creció más que nunca debido a una fuerte tormenta. No hubo avisos. Las muertes fueron incontables y lo que llegó a ser la importante cabecera del municipio de San Sebastián se vio reducida a escombros bajo las aguas del feroz Seleguá. Los sobrevivientes, así como los antiguos pobladores de aquel valle, se marcharon de allí en cuestión de días, jurando jamás regresar. Ellos no entendían el porqué de la tragedia ni la forma repentina en que la naturaleza los había expulsado de aquel lugar justo cuando estaban en sus mejores momentos.
La explicación yacía en un gigante enfadado, harto de comer carne de conejo.
Curiosamente, lo único que quedó en pie de aquel pueblo fue la fachada blanca de la iglesia. La estatua de San Sebastián se desprendió de la fachada, pero aterrizó en los árboles de aguacate que habían sembrado los pobladores y no sufrió daños graves. Ahora, 115 años después el valle yace abandonado y ha sido apodado Pueblo Viejo. Nadie ha vivido allí desde entonces y las ruinas de la iglesia permanecen allí, intactas, como para recordar que la maldición es real, pero que la fe es imposible de matar, aunque si se pueda quebrar.