Una revuelta, una rebelión. Esa fue la razón del encierro. Algunas se habían logrado fugar de las garras de las paredes de concreto y alambres de púas del denominado “Hogar Seguro Virgen de la Asunción”, cuyo nombre no podría ser más irónico y contradictorio. El frustrado escape de una prisión en San José Pinula (otra aparte de la Granja Pavón) provocó la ira de las autoridades que recurrieron a una práctica común de castigo y tortura. Una práctica que, antes del 8 de marzo, nadie imaginaba que fuera tan cotidiana, solo lo sabían las niñas.
Víctimas de abusos sexuales y psicológicos, guardaban prisión sin haber merecido una condena. Estaban allí porque eran el ejemplo de que no todos nacen en una familia perfecta, con las condiciones ideales y las oportunidades al frente. Eran el monumento a cómo un país tercer mundista sigue en la penumbra por ser egoísta y responder solo a intereses particulares de un pequeño sector de la sociedad, si es que se puede definir como sociedad a esta urbe tan distinta y separada que habita en un mismo país, unido solo por un mismo nombre.
La fuga
“Vámonos de aquí”, le dice una a sus compañeras, que más que amigas son su familia; lo único que tienen en esa cárcel. “¿Irnos? ¿Y a dónde vamos?” pregunta otra. “A dónde sea. Cualquier cosa es mejor que aquí”, dice la primera. “Yo prefiero la calle”, señala otra. ¡Y qué razón tenía! Al menos en la calle tienen alguna vía para burlar los abusos. En la calle se puede correr. Encerradas en un diminuto cuarto no. La cárcel es la cárcel, tenga el nombre que tenga e invoque a cuantos santos invoquen. El Hogar Seguro, de Virgen y de Asunción, no tenía nada más que una placa.
Las niñas planean el escape. Hay esperanza en sus caritas y una expresión de felicidad al imaginar tan anhelada calle e incertidumbre; una expresión que llevaba años desvanecida. El asfalto y los peligros de la ciudad son mejores que el concreto y las rejas del “refugio” a cargo del Estado. Por eso deciden hacerlo. El 7 de marzo y algunas niñas se fugan. Corren como nunca, sus pies descalzos pisan la grama malnacida de aquel infierno. Están cerca de salir. Al otro lado de la puerta no hay nada certero, pero hay libertad. No hay abusos, o al menos no abusos programados. No hay psicólogos locos, o al menos pueden esquivarlos sin estar encerradas en una “clínica”.
Pero los planes se frustran. Como dicen, cuando te toca ni aunque te quites. Las niñas son capturadas. La esperanza se desvanece. La frustración crece. El calvario sigue igual, o quizás peor.
El incendio
¿Por qué querían huir las niñas? Quizás algo en sus corazones sabía lo que pasaría el 8 de marzo. La ironía le juega una broma sarcástica a la conmemoración del “Día Internacional de la Mujer”. En Guatemala, ese día ahora huele a humo, sabe a tristeza y se recuerda como un cuarto negro, quemado, oscuro, sin esperanza y con cenizas…cenizas humanas.
Son 50 las niñas y adolescentes que están encerradas. Hace calor. Falta el oxígeno. El movimiento es limitado. Llevan allí bastante tiempo. Son niñas, espíritus libres, no puede quedarse quietas. Es natural. La puerta está cerrada. Tocan y piden que les abran. “Ya no volveremos a intentarlo”, mienten con relación al escape. Lo intentarán mil veces más.
Pero no hay respuesta. El castigo es una puerta cerrada y aislamiento: tortura infantil. Los segundos pasan, los minutos chorrean, las horas golpean. Se desesperan. Ahora más que nunca. “Tienen que escucharnos. Tienen que abrirnos”, dice una desesperada. Las necesidades fisiológicas también comienzan a notarse. “¿Qué hacemos?”, pregunta otra. La inocencia infantil sale a la luz y las soluciones de unas pobres niñas que no han hecho más que sufrir en los pocos años de vida que tienen, se materializan en una idea desgarradora: quemar un colchón.
Se hace el fuego. Se quema el colchón. La idea era llamar la atención. Las niñas han llamado a la muerte. Todo se descontrola. Comienza la tragedia. El colchón se convierte en un arma suicida y la puerta en el obstáculo para luchar por la vida. Los gritos comienzan a sonar como coro, un coro desgarrador. Las niñas saltan y se mueven por todas partes, el calor es intolerable, el fuego crece, las lágrimas caen, los gritos se asfixian con el humo, el cuarto se tiñe de negro y la puerta sigue cerrada.
Pedían auxilio. Pero la puerta estaba cerrada. Y nadie abría.
Lo que sucedió después, cuando llegaron los bomberos y los medios, ya es historia. Los testimonios desgarradores de las madres quedaron impregnados en las páginas de la historia de un país que nuevamente se tiñe de rojo. Ahora, un año después, la pena duele. 41 llantos se escuchan por San José Pinula. 41 sueños destrozados. 41 abusos documentados. 41 penas ahogadas. 41 preguntas sin resolver. 41 latidos pausados. 41 víctimas. Un país entero que llora pero que nadie consuela.