De niño, mi papá coleccionaba estampitas de la Liga Nacional y las colocaba en el marco de su ventana. Los futbolistas, que solo podía oír por radio y seguro eran bastante más malos de lo que imaginaba, iban acompañados de textos cursis. Él siempre recordó uno que decía “Rafa Corzantes: Persona de altos quilates”. El calificativo, de la autoría quizá de un redactor sudado tecleando en el interior de una bodega en Gerona, lo impresionó. Le parecía una descripción de alguien de verdad espléndido.
Es que las palabras importan. Yo, por ejemplo, pensaba mucho en mi nombre: el mismo de él pero sin el “Pilar” que no me heredó como primer acto de amor. Lo sentía inapropiado porque él y yo éramos bien distintos.
De chavo, mi papá iba a fiestas portando una chumpa con la leyenda “Estudiante Distinguido, Liceo Canadiense” / A esa edad, mi atuendo favorito era una playera con un Pegajoso, la criatura hecha de babas de Los Cazafantasmas, y que brillaba en la oscuridad.
Mi papá ejercía un sistema de 3 cotizaciones para cualquier compra que excediera los 500 quetzales / 500 quetzales es mi presupuesto en el rubro de tickets de parqueo extraviados.
A veces, mi papá dedicaba 10 minutos a recordarme el método correcto de cerrar una puerta protegiendo las bisagras / No aprendí cómo cerrar bien una puerta, pues mi mente divagaba en temas como “¿Será que mi playera de Pegajoso aguanta otra usada?”.
Pero luego quise entender quién era él, detrás de sus tics de auditor y su preocupación por las bisagras. Recordé nuestras vivencias y me propuse observarlo.
Mi papá era modesto, reservado. Y era bueno con la gente. Así fuera su colega, jefe, cuñado, el mesero amable, el mesero que ni es tan amable, el mesero ultra amable que lo atendió en Esquipulas y a quien le conectó chamba en la capital, la doña que lo jodía por ser el ruquito de la oficina, el mormón a quién mordió nuestro pastor alemán, nuestro pastor alemán, sus hermanos mayores a quienes corría a comprarles aguas a una tienda a 3 kilómetros, la vendedora de pacas a quien también mordió nuestro pastor alemán, el chavo que nos dio lugar en su mesa para ver un Clásico y con quien compartimos pizza, el poli ex-kaibil que en una velada de horas extras le contó cómo participó de ahogar a una mujer indígena durante el conflicto armado provocándole recurrentes pesadillas, el chofer de bus con quien chocó manejando de goma y cuya familia sostuvo en lo que se recuperaba, mi mamá, los caballeros que nos secuestraron una noche en el 94 por asaltar su agencia bancaria y a quienes les dijo “No están en el camino correcto, pero, por su integridad, deseo que no les pase nada”, mis abuelos; a todos los trató con dignidad, consideración, y cuando se pudo, bondad. En cualquier circunstancia, mi papá escarbaba hasta hallar al ser humano (o pastor alemán) que tuviera enfrente.
Así entendí mejor quién era él. Y supe que no hay nada que quiera ser más que un Danilo Lara. Después de todo, mi papá fue una persona de altos quilates.