Con la llegada de febrero, a veces marzo, llega el periodo litúrgico tan esperado por el cucurucho. Ceniza escurridiza invade las frentes moradas de aquellos penitentes que, anhelan envestirse con esa desteñida y ahumada túnica telar purpura como las buganvilias, que florecen en los balcones de las casas antigüeñas.
Al fin llegó el momento, piensa para sí, mientras se enviste y acude, como cada año, a hacerle encuentro al paso del nazareno. Lo espera con ansias y entre una multitud lo ve por primera vez desde aquella semi destruida acera. Le observa con embeleso, se distrae con su cadencioso e imponente paso, al tiempo que deja escapar un suspiro.
El olor al perfumado incienso se entremezcla con el aroma a pino, corozo y aserrín que en festín multicolor se preparan para recibir, una vez más, el sacro cortejo.
Al fondo escucha una trompeta solitaria que introduce la melodía sacra y fúnebre, de esas que erizan la piel y que enamora el oído del cucurucho que con el alma arrodillada da gracias por un año más.
Suena el timbre… el corazón de aquel devoto, ansioso y consternado late con celeridad, se aproxima al anda y con ojos vidriosos observa de frente a la imagen de un Cristo lleno amor y humanidad. Coloca su hombro en la almohadilla y con ternura acaricia el bolillo, mientras que su guante blanco, como alba primaveral, sostiene la horquilla recién entregada por otro como él.
Termina la marcha y de nuevo esa inexplicable ambivalencia: gratitud y nostalgia, sensación agridulce compensada por un fresco de súchiles.
Bienvenida seas #Cuaresma2018. A mis amigos cucuruchos les digo: nos vemos en filas.