Hace tres años que no va a la capital. Dejó de ir para evitar el encierro y el miedo que ese lugar le provoca. A Coatepeque lleva dos meses sin bajar, por la enfermedad y la prohibición que les trajo el virus. Hoy, la otrora finca Las Brisas, convertida en el caserío La Esperanza y su calle principal son su mundo. Uno donde hace 60 años forjó una amistad a la sombra de los cafetales y que ahora se añeja durante una crisis que aún no comprende.
Cuando había tan solo una vereda llena de “guatos” (árboles y plantas), llegar a la cabecera tomaba unos 30 minutos a pie. Fue durante la segunda mitad del siglo pasado, que los dueños decidieron vender una parte del terreno y así nació su comunidad. “Eran como cinco vecinos y entre ellos decidieron el nombre, unos propusieron Miramar y luego alguien dijo La Esperanza y así se quedó”, recuerda Alejandro Pérez. Luego llegó el trazo del camino y con él la escuela. “Teníamos una cuerda de terreno y la Municipalidad compró otra por Q15 y se hizo la escuela”, recuerda. Y con el tiempo y de a poco fueron llegando personas de otras comunidades y su pedazo de mundo se pobló.
En el ir y venir hacia las fincas de café a cortar y trabajar la tierra, conoció a Rafael Caal. Junto a su amigo y vecino, muy de mañana antes de ir a la escuela, los dos acompañaban a sus padres al campo. Luego volvían a toda prisa para atender las clases y soñar. Uno quería ser policía y el otro maestro, pero ambos hicieron familia y ninguno logró cumplirlo.
Asistieron a la boda de cada uno. Ayudaron a cambiar el puente de madera de la comunidad por uno de cemento y así darles paso a los vecinos del otro lado del río. Y en más de una ocasión, colaboraron con vecinos para construir sus casas. El tiempo pasó, llegó la guerrilla, subió el precio del café, llegó el ejército, bajó el precio del café y algunas fincas se vendieron. Pero algo como lo que se vive ahora en La Esperanza, nunca se vio. “Salir a la calle con la boca tapada, quedarnos encerrados y no poder bajar a comprar nuestras cosas no se había visto por aquí”, recuerda Alejandro.
Usan sus mascarillas al salir a la calle y ahora buscan ayuda para llevar comida a la casa. Atribuyen su situación al precio del café, la edad, la falta de movilidad y un virus que “dicen que mata”. Todo esto junto es lo que los ha encerrado y de a poco creen, los llevará a morir de hambre.
Ambos con 67 años de ver crecer a sus familias y pasar la vida en La Esperanza, saben que algo grave está sucediendo. Pero tienen claro que no poder comerciar puede ser mucho peor. “No podemos salir de aquí, estamos encerrados y lo poco que logramos es porque nos lo regalan”, coinciden los abuelos.
Alejandro, quien vive con su hijo y sus nietos en la casa que heredó de sus padres, de a poco ve cómo la situación se agrava. Sin poder trabajar y salir a vender la poca cosecha que les queda, dependen del buen corazón de quienes conocen la realidad de su comunidad. Se han apuntado en listados para recibir ayuda, pero no toda llega. Y con el fin de acceder a la que, si lo hace, deben salir temprano y llegar al puesto de salud para recibir 10 libras de maíz.
La situación de Rafael es igual de desalentadora, pues el encierro de a poco agota los recursos de la familia y no tiene claro hasta cuándo podrán estar así. “Algo tiene que pasar usted, porque de esta pareciera que no salimos”, asiente.
Y aunque en La Esperanza, del municipio de la Reforma, San Marcos no se registran infecciones o muertes por el COVID-19, la desesperanza se metió con todo. Y son ellos, los más vulnerables, los dueños de la memoria colectiva quienes podrían evadir a un nuevo enemigo y caer a manos de la vieja conocida, el hambre.