Han pasado casi 23 años desde que la seño Anabella pisó un aula por última vez. Ella lo sabía, al igual que sus compañeras y familiares, 1994 sería su último año en la docencia.
Pese al cáncer, a su fatiga y a esas muletas que la esclavizaban acudió hasta el último día, a la Escuela Josefina Orellana, ubicada en la zona 2 de Ciudad Nueva, con una sonrisa dibujada en el rostro, con una actitud inspiradora, una envidiable pasión por su trabajo y una voz enérgica, como quien ignora que la muerte está a punto de ganarle la partida.
Déjenme que les cuente más de la seño Anabella, la maestra apasionada de los métodos poco ortodoxos, la seño que todo el vecindario recuerda a más de dos décadas de su partida, la docente esmerada que ofrecía a menudo desayuno a aquellos alumnos que lo necesitaban.
Era una maestra de tiempo completo, con frecuencia se le veía por las tardes impartir clases extras y por supuesto gratuitas a aquellos niños que tenían mayor dificultad para aprender.
Su clase jamás fue aburrida, mucho menos magistral, sus lecciones eran con cantos y bailes improvisados que hacían que cada periodo fuera un show de comedia con altas dosis de aprendizaje.
Recuerdo las carcajadas de los niños al escuchar sus ocurrencias. Y es que la seño Anabella nunca fue buena con el material didáctico, sus manos eran tan torpes en ese menester que cada figura parecía que había sido elaborada por sus alumnos.
En octubre de 1994, ella fue a esa escuela por última vez, las maestras, sus entrañables amigas y las madres de familias, tenían preparado un acto para despedirla. Era un homenaje a su risa, a su metodología histriónica y lúdica, a su devoción por la enseñanza y por supuesto a su caudalosa y abundante bondad.
Mi mamá, la seño Anabella, lloró mucho en ese acto, la recuerdo con los ojos hinchados y con esa macabra ambivalencia de emoción y tristeza, la recuerdo con su voz entrecortada, agradecida con su equipo de trabajo y con la vida.
Aunque no me lo crean ella siempre agradeció a Dios por su enfermedad, decía que era una prueba que él le había puesto y que la había acercado mucho más a las cosas de él.
Cinco años batalló contra el cáncer, en contra de aquel primer pronóstico: un año de vida como máximo. Fue un lustro el que enfrentó de frente a la muerte con envidiable valentía y quiero decirles que ella ganó, pues aunque finalmente se la llevó, jamás fue capaz de amargarla, tampoco logró robarle su deseo apasionado por seguir con vida.
La seño Anabella afirmó que los años de cáncer fueron los mejores de su vida, porque los había vivido con mayor pasión y había hecho que cada segundo valiera la pena.
Mi mamá fue una maestra que me enseñó más que letras y números, me enseñó solidaridad y que un plato de comida jamás se le niega a nadie. Me mostró que la labor docente no tiene horarios ni jornadas, que solo finaliza hasta el niño haya aprendido, sin importar la cantidad de canciones y bailes que se deban improvisar.
Hace algunos meses fui a un taller del barrio, toqué la puerta y pregunté por el mecánico. No alcancé a decir mi nombre, solo escuché en el fondo otra voz qué preguntaba: ¿Quién es?: es el hijo de la seño Anabella.
Con un nudo en la garganta pregunté: ¿La recuerdan? “Ella tenía mucha luz”, me respondieron. Seño Anabella, maestra apasionada de las tonaditas y coreografías graciosas, tus alumnos te recuerdan. Gracias por tantas lecciones de vida. Feliz Día del Maestro, docente favorita, amada maestra y amiga.